viernes, 24 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (IV y última parte)

     Pensó que podía ser un lugar excelente para vivir. Había estado paseando a lo largo y ancho de la villa, disfrutando de sus calles, de sus maravillosos monumentos, el Palacio de Don Gutierre de Cárdenas, las iglesias de Santa María de la Asunción y de San Juan Bautista, los conventos de Santa Clara y de Santa Catalina de Siena, la picota, la fuente grande, de reciente creación, erigida por Juan de Herrera, la fuente vieja, de origen romano y, sobre todo, aquella bonita plaza mayor, con sus pórticos soportados por pies de madera, donde al parecer, según le habían comentado se celebraban las fiestas taurinas. Sí, definitivamente sí, aquel podía ser un lugar donde vivir y escribir tras su destierro. Decidió informarse de casas vacías donde poder establecer su residencia, encontrando la inestimable ayuda de Don Sebastián, el maestro de la villa, quien no se podía creer estar hablando con don Félix Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, autor de célebres rimas, romances, novelas pastoriles, épicas y bizantinas como “La Arcadia”, “La Dragontea” o “El peregrino en su patria” y comedias como “El caballero del milagro”, “La viuda valenciana”, “Los embustes de Fabia” o “Belardo el furioso”, algunas de las cuales había podido disfrutar en los corrales de comedias, no solo de Ocaña, sino de otras muchas poblaciones de alrededor. 


     Lope pensó que aquella casa abandonada desde hacía casi veinte años sería ideal para él, no queriendo hacer caso alguno a las supersticiones del maestro cuando le dijo que estaba gafada. Por él se enteró que había sido habitada tiempo atrás por un artesano impresor que, condenado por la Inquisición, había muerto en la hoguera, quemado junto a sus libros, y que en ella también habían muerto antes que él su esposa y único hijo, además de otro joven poco tiempo después en extrañas circunstancias. 


     - ¿No creerás en esas supersticiones? –preguntó mordaz, Lope a Don Sebastián–, ¿sabes que por eso, si te oye el Santo Oficio, podrías acabar como el impresor?. 

     - No, no, yo no creo en esas cosas, pero sí quería advertirte de lo que dice la gente sobre ella cuando nadie les oye, ¿me entiendes? –contestó el maestro. 

     - Claro, claro, cuando nadie oye –repitió el Fénix de los Ingenios. 


     Tras pasar su primera noche en la casa y mientras hacía llegar sus pertenencias desde Toledo, Lope decidió conocer mejor la casa para planificar los cambios que en ella se requerían. Entró en lo que había sido el taller del impresor e inmediatamente supo que en aquel lugar era donde él debía escribir. Precisamente, y a pesar de las advertencias del maestro, lo que más le había hecho inclinarse por quedársela era que allí había vivido una persona que amaba los libros. Miró y remiró por todos los lugares, encontrando maravilloso aquel sitio, la imprenta, las herramientas con las que el impresor trabajaba, los papeles, y un libro, un único libro. Sintió algo extraño al cogerle entre sus manos. Recordó que el día anterior Don Sebastián le había dicho que el impresor había sido quemado junto a sus libros, junto a todos sus libros. La Inquisición no había tenido ningún miramiento y había quemado todos, trataran lo que trataran, contaran las historias que contaran, ya atentaran o no la religión y la moral católica, pero entonces ¿qué hacía aquél único libro allí, en aquél cajón? No tardó en observar que era un ejemplar muy raro, parecía haber sido elaborado por distintas personas y en épocas diferentes. Las hojas tenían diferente color, parecía como si algunas se hubiesen añadido después que otras. Tuvo esa misma impresión con el grabado de los autores en la portada, a pesar de reconocer que era un trabajo bastante bueno. Le extrañó también que aquel libro pudiera tener tres autores, pues no era para nada usual que se escribiese en conjunto, ni siquiera dos escritores. Leyó sus nombres, Fernando de Zalamea, Diego Villar y Lorenzo de Acuña. Extrañado no pudo por menos de comenzar a leerlo inmediatamente y pronto se dio cuenta también que parecía haber sido escrito por dos autores, solo por dos y no por tres como decía la portada. Había dos estilos muy diferenciados, uno mayoritario y otro en algunas zonas puntuales, curiosamente en el papel que parecía más nuevo. 


     Contaba la historia de amor de Casilda y Peribáñez, y de cómo durante la fiesta de celebración de su matrimonio, un toro había herido al Comendador de la villa, quien siendo finalmente cuidado por Casilda, se enamoró perdidamente de la belleza de su cuidadora en lo que era un amor imposible, puesto que ella amaba realmente a Peribáñez. El Comendador trató de ganarse su confianza y la de su esposo, obsequiándoles con importantes regalos. Cada día más enamorado de Casilda y celoso de su esposo, el Comendador fraguó un plan para deshacerse del último, enviándole a la guerra poco después que éste se pusiera a sus órdenes como soldado. Sin embargo, Peribáñez, sospechoso de las intenciones del Comendador, no marchó a la guerra y se escondió en la casa, pudiendo observar como el ahora su señor trataba de seducir a su esposa. No se pudo contener y salió de su escondite, hiriendo al Comendador, lo cual provocó que tuviera que huir precipitadamente con su esposa. El relato continuaba con la respuesta del rey ante tamaña ofensa, el ataque a uno de sus principales hombres, por lo que mandó dar captura a Peribáñez. Finalmente éste se entregó contando al rey como había sido realmente la historia, siendo comprendido y perdonado por éste. 


     Lope se entusiasmó con aquella historia, sin embargo, no gustándole el estilo creyó que podía ser escrita mucho mejor. Comenzó a idear como lo haría él, olvidándose por completo de la casa y del proyecto en el que estaba trabajando hasta ese momento. No tardó nada en decidir cuál debía ser el título de la misma “Peribáñez y el Comendador de Ocaña”.


sábado, 18 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (III parte)


Proviene de:

http://elultimohabitantedetokland.blogspot.com.es/2013/05/de-entre-las-llamas-ii-parte.html


     Diego conocía desde hacía bastantes años a Lorenzo de Acuña. Su madre lo sabía, pero nunca habría podido pensar que tuviera tanta relación con él, y mucho menos que su hijo le admirase. Lorenzo de Acuña era el padre del que fuera su mejor amigo, Pedro de Acuña, fallecido un par de años antes por unas fiebres inoportunas que el médico principal de la villa no supo entender y atender. Consecuencia de aquella amistad, Diego había estado numerosísimas veces en el taller artesano del impresor, trabajador incansable, sobre todo desde el momento en que había enviudado, habiendo sido partícipe de los distintos trabajos de los que se componía la elaboración de un libro y de los que se necesitaban para la reparación de los mismos, aunque nunca había visto hacerlo con un libro quemado. Lorenzo, sin pensar en ningún momento en él como en un discípulo, le había explicado como desarrollaba estos trabajos, más que nada por tener alguien con él que hablar y entretenerse, sin pensar que el chico pudiera estar tan interesado en lo que le explicaba, no en vano, Diego nunca le hacía preguntas, sin embargo, su gran capacidad e inteligencia le permitieron retener cada uno de los pasos a pesar de no haber experimentado nunca con las herramientas.

     Durante los siguientes días, y todavía con la tristeza en el semblante por el recuerdo del artesano impresor, Diego leyó y releyó no pocas veces a escondidas aquel libro, lo que había quedado de él, que no era poco por otra parte, aunque había zonas desaparecidas ya fuera por la inexistencia de papel ya fuera por estar ennegrecido. Imaginó que cosas se podía decir allí en función de lo que se decía anterior y posteriormente y pensó que además de recuperar lo puramente físico del libro, no estaría mal recuperar lo espiritual, es decir, lo escrito, por lo que decidió reescribir las partes perdidas con lo que él creía que allí se había escrito, aunque más bien sería con lo que a él le gustase que allí se hubiera dicho.


     La casa de Lorenzo de Acuña había quedado abandonada tras la muerte de su dueño, por lo que a Diego no le resultó nada difícil acceder a ella. Habían pasado ya algo más de dos meses, meses que el joven había dedicado a reinventar los restos de la historia anotándolo muy cuidadosamente en otros papeles lo que posteriormente acabaría en el libro, en el libro de un autor para él desconocido que a partir de aquel momento se convertiría también en su libro, y en el de Lorenzo.

     Durante las siguientes semanas procedió a llevar a cabo su plan, comenzando por el desmontaje del libro, por el desmontaje de la encuadernación. La cubierta era de piel lisa con una decoración que con el tiempo llamarían gótica-renacentista gofrada a base de hilos y pequeñas flores. Diego hizo el desmontaje en seco, tal y como había visto a Lorenzo, con la ayuda de una espátula fina. Tuvo especial cuidado con la piel del lomo y con las cinco tiras de refuerzo que llevaba este. Se notaba que había sido muy bien encolado. A continuación procedió con las guardas, salvaguardas y cuadernas. Se fijó en que estas estaban cosidas sobre cuatro nervios naturales dobles de una piel blanquecina y recordó que el maestro artesano lo había llamado costura a la española. Tras separar cada una de las cuadernas que componían el libro fue procediendo a separar una a una las diferentes hojas de las que estaban compuestas estas, hojas de papel verjurado, un papel de muy alta calidad.

     Una vez hecho, llegó el momento más temido por Diego, como reparar los daños del papel. No tenía ni idea. Había descartado varias ideas descabelladas como realizar añadidos exactos a las formas dañadas o pegar un papel fino, nuevamente impreso por una de sus caras para escribir solamente lo que iba a ser su aportación en la otra cara. Entonces se le ocurrió que Lorenzo debía tener guardado en algún sitio papel de similar condición, puesto que el Santo Oficio solamente se había llevado los libros de la casa dejando el taller tal cual lo había dejado el impresor la última vez que había estado allí. No le resultó nada difícil encontrarlo. Lorenzo tenía abundante papel, de diferentes tipos y tamaños. Diego lo vio claro, sustituiría enteras cada una de las hojas dañadas, imprimiéndolas de nuevo tal cual estaban escritas pero añadiendo su aportación. Comprobó cual era el que más se ajustaba al del libro desmontado. Había dos tipos bastante parecidos y no le quedaba del todo claro cuál era el que había utilizado, pues el calor del fuego de alguna manera había cambiado sus características físicas. Finalmente se decidió por uno de los dos. A partir de ese momento tendría que practicar con la imprenta.

     Trató de ser fiel a lo que recordaba haber visto a Lorenzo de Acuña, pero no le resultó nada fácil. Probó los diferentes tipos móviles de letras que tenía el impresor hasta que consiguió dar con las mismas con las que había sido impreso aquel libro. La práctica le llevó varios días, pero después de un tiempo consideró estar preparado. Había llegado el momento de elaborar cada una de las páginas que acompañarían a las que se habían salvado.


sábado, 11 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (II parte)


Proviene de:

http://elultimohabitantedetokland.blogspot.com.es/2013/05/de-entre-las-llamas-i-parte.html  


     Diego, obligado a asistir a aquel cruel espectáculo, vio como sus vecinos poco a poco se fueron retirando a sus hogares. Viendo el silencio con el que se retiraban, tan distinto del bullicio de los primeros instantes, dudó de si verdaderamente habían disfrutado o finalmente habían sentido compasión por aquel pobre demonio al que él secretamente admiraba. Cuando su madre se retiró el le pidió quedarse un rato más con el resto de chavales de su edad, que serían los últimos en hacerlo. Para entonces las autoridades de la villa y los eclesiásticos estarían ya dando cuenta de buenos manjares en sus mesas como si aquel día hubiese sido uno más.


     No jugó en ningún momento con aquellos críos, él se limitó, primeramente a seguir mirando los restos de lo que antes había sido una persona y posteriormente a pisotear los residuos calcinados, todavía calientes, de los libros allí perdidos para el olvido. Mientras pateaba aquellos restos observó como uno de los libros, no sabía exactamente por qué razón, aunque pensó que la arena tendría algo que ver, aun habiendo quedado dañado en consideración había resistido a su completa desaparición. Aprovechó que el resto de los chavales andaban distraídos jugando para disimuladamente guardárselo y subir rápidamente a casa sin decir ni siquiera adiós.

     Diego subió rápido las escaleras hasta su cuarto sin detenerse a saludar a su madre que se encontraba cocinando en el hogar, en la chimenea. Había dos razones para ello, la primera es que se estaba quemando, pues aunque el libro no se había calcinado más que en algunas zonas, conservaba mucho calor; la segunda es que tenía que esconderlo inmediatamente para que nadie, ni siquiera su madre, pudiera verlo, ya que en caso contrario, aquello les podría traer muchos problemas en el futuro, a él y al resto de la familia, incluidos los que no vivían con él.

     Esperó a que su madre se fuera a dormir para volver a encender su candil y volver a sacar el libro escondido y comprobar más detalladamente los daños del mismo. Tenían solución, sabía que tenían solución, por lo que pronto comenzó a idear un plan. Pensó que aquel libro no se había salvado por casualidad. Aquel libro tenía que sobrevivir, aunque solo fuera por Lorenzo.


     Diego conocía desde hacía bastantes años a Lorenzo de Acuña. Su madre lo sabía, pero nunca habría podido pensar que tuviera tanta relación con él, y mucho menos que su hijo le admirase. Lorenzo de Acuña era el padre del que fuera su mejor amigo, Pedro de Acuña, fallecido un par de años antes por unas fiebres inoportunas que el médico principal de la villa no supo entender y atender. Consecuencia de aquella amistad, Diego había estado numerosísimas veces en el taller artesano del impresor, trabajador incansable, sobre todo desde el momento en que había enviudado, habiendo sido partícipe de los distintos trabajos de los que se componía la elaboración de un libro y de los que se necesitaban para la reparación de los mismos, aunque nunca había visto hacerlo con un libro quemado. Lorenzo, sin pensar en ningún momento en él como en un discípulo, le había explicado como desarrollaba estos trabajos, más que nada por tener alguien con él que hablar y entretenerse, sin pensar que el chico pudiera estar tan interesado en lo que le explicaba, no en vano, Diego nunca le hacía preguntas, sin embargo, su gran capacidad e inteligencia le permitieron retener cada uno de los pasos a pesar de no haber experimentado nunca con las herramientas.

     Durante los siguientes días, y todavía con la tristeza en el semblante por el recuerdo del artesano impresor, Diego leyó y releyó no pocas veces a escondidas aquel libro, lo que había quedado de él, que no era poco por otra parte, aunque había zonas desaparecidas ya fuera por la inexistencia de papel ya fuera por estar ennegrecido. Imaginó que cosas se podía decir allí en función de lo que se decía anterior y posteriormente y pensó que además de recuperar lo puramente físico del libro, no estaría mal recuperar lo espiritual, es decir, lo escrito, por lo que decidió reescribir las partes perdidas con lo que él creía que allí se había escrito, aunque más bien sería con lo que a él le gustase que allí se hubiera dicho.



sábado, 4 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (I parte)

     El bullicio cada vez era mayor. Por cada calle que se abría paso hasta la plaza del mercado se oían voces, risas e incluso, cantos. Se estaba acercando la hora y nadie, absolutamente nadie, niños, ancianos, mujeres y hombres, en aquella estrellada y calurosa noche de mediados de mayo de la toledana villa de Ocaña querían perdérselo. No todos los días podían asistir a un espectáculo como el que estaba preparado para aquella noche, es más, hacía ya algo más de dos años desde la última vez que se pudo contemplar. 

     Cariacontecido y triste, Diego Villar hacía caso omiso a los llamamientos de su madre para bajar a la plaza y poder situarse en un buen lugar desde donde ver como el Santo Oficio hacia justicia con aquel indeseable. Desde la ventana de su cuarto, en la segunda planta de su humilde pero acogedora casa, situada en plena plaza, Diego había asistido a los preparativos que habían comenzado desde bien temprano. En un par de ocasiones incluso había bajado hasta la misma calle, deseando de alguna manera interrumpir esos trabajos, pero sin saber muy bien cómo hacerlo, al fin y al cabo él no era más que un mocoso de apenas once años. Había visto llegar el carro tirado por un par de bueyes y cargado de arena, había visto también llegar el pesado madero que entre varios hombres pusieron erguido aprovechando la arena. Horas más tarde comenzaron a llegar los libros, que pronto empezaron a ser arrojados alrededor del tronco por aquellos hombres de aspecto rudo que estaban siendo vigilados por Don Ramón, el párroco de la Iglesia de Santa María de la Asunción, la más antigua de las iglesias de la villa, para evitar que nadie se pudiera llevar alguno escondido entre sus sucios hatos, cosa que por otra parte serviría de poco, pues la mayoría de aquellos hombres, en realidad de casi toda la población, no conocían las letras, no sabían leer. 

    Diego también había visto como todos aquellos hombres, cuando terminaron con sus trabajos, fueron agasajados con unas jarras de vino y unos dulces que el párroco había mandado traer del convento de franciscanas de Santa Clara, y no pudo por menos de pensar, pues a pesar de su escasa edad era muy espabilado, como podían ser aquellos hombres, que estaban colaborando para que se produjese una muerte injusta, y no sólo no estaban contrariados sino que lo celebraban despreocupados, ufanos. 

     - ¡Diego, quieres bajar de una vez, nos lo vamos a perder, y como eso suceda, te puedes ir preparando! –dijo a voces su madre. 

     Finalmente bajó y salió a la calle junto a su madre.

     - ¡Lo ves, fíjate cuanta gente hay ya, ahora no lo podremos ver bien! –insistió su madre a la vez que trataba de hacerse hueco a base de empujones y codazos, provocando las quejas de sus vecinos, ante lo que Camila, como así se llamaba la madre de Diego, no tenía ningún escrúpulo de decir que era por el niño. 

     No pudieron avanzar más, teniendo que conformarse con verlo desde una octava fila, que no estaba tan mal para lo tarde que habían llegado. Desde allí pudieron ver el momento en el que el reo llegaba de pie, atado, en un carro tirado por bueyes, momento que provocó el aumento del griterío hasta hacerse casi ensordecedor Dos hombres le hicieron bajar bruscamente, y de la misma manera le hicieron subir la pequeña montaña de libros que hasta hace muy poco le habían pertenecido. Después de atarlo al tronco erguido por la mañana, no le quedó más remedio que escuchar entre sollozos, como el alto cargo del Tribunal de la Inquisición, a la sazón Obispo de Toledo, recordaba con voz gravosa su sentencia, ante el resto de miembros de la iglesia, del Santo Oficio, autoridades, nobles y demás habitantes de la villa y de sus alrededores. 

     Visto por los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía, en la villa de Ocaña y su partido, por autoridad apostólica, juntamente con el ordinario del obispado de Toledo, este proceso de pleito criminal que ante nos ha pendido y pende entre las partes, de la una, el promotor fiscal de este Santo Oficio, actor acusante y de la otra el reo defendiente, don Lorenzo de Acuña, vecino de esta villa y impresor de oficio, sobre las causas y razones en el proceso del dicho pleito contenidos: 

     Fallamos atentos los autos y méritos del dicho proceso, que por la culpa que de él resulta contra el dicho don Lorenzo de Acuña, ante la gravedad de los mismos, a morir quemado en la hoguera en acto público, junto a todos sus ofensivos libros que atentan contra la moral católica, siendo esta nuestra sentencia definitiva, y así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos, el licenciado Juan de Pacheco, Fray Sebastián de Salcedo, y yo, el Obispo de Toledo, su ilustrísima Domingo de Guzmán. 

     Dada y pronunciada fue esta sentencia por los señores inquisidores y ordinario que en ella firmaron sus nombres en la audiencia de la mañana de esa Inquisición en el octavo día del mes de mayo de mil y quinientos y ochenta y ocho años, estando presente el doctor don Francisco Chaves Guzmán, fiscal de la causa. 



     No sirvieron de nada las súplicas de Lorenzo de Acuña. Domingo de Guzmán dio la orden de prender la hoguera. Su cara parecía decir que le gustaría hacerlo a él mismo, pero su dignidad no se lo permitía. El fuego empezó por cuatro puntos diferentes, por cuatro libros diferentes, todos ofensivos para el Santo Oficio, todos, sin importar que fantasías contasen. No se utilizaba ningún tipo de acelerante, así el espectáculo, en realidad el ejercicio de castigo y advertencia para el resto del pueblo de cómo se las gastaba la Iglesia, duraría más, para mayor suplicio del reo, que poco a poco veía como las llamas crecían y se acercaban. El pueblo llano no podía por menos de aullar y de insultar a Lorenzo, sin entender que algún día podían ser ellos los que ocupasen su lugar allí mismo, o colgados en la picota, cuyo verdadero nombre era rollo de justicia, situado en la Plaza Mayor, y que era más habitual en las sentencias a muerte eclesiásticas y civiles, si bien en esta ocasión se había hecho una de esas excepciones, debido a que la quema de los libros era casi tan importante como la del propio impresor. Los gritos de Lorenzo de Acuña fueron en aumento, convirtiéndose en insoportables cuando las llamas le comenzaban a alcanzar. El griterío del populacho dio paso al silencio más absoluto, como si hasta este mismo momento no hubiesen comprendido que iba a pasar. Fue entonces cuando comenzó a llegar el desagradable olor a carne quemada, olor que provocó gestos de asco que se sumaban a las toses de la acumulación del humo, llantos, lágrimas, sobre todo de las mujeres y de los chavales más pequeños. Para entonces los gritos del impresor habían cesado; había perdido el conocimiento nada más que las llamas le alcanzaron.