sábado, 4 de mayo de 2013

DE ENTRE LAS LLAMAS (I parte)

     El bullicio cada vez era mayor. Por cada calle que se abría paso hasta la plaza del mercado se oían voces, risas e incluso, cantos. Se estaba acercando la hora y nadie, absolutamente nadie, niños, ancianos, mujeres y hombres, en aquella estrellada y calurosa noche de mediados de mayo de la toledana villa de Ocaña querían perdérselo. No todos los días podían asistir a un espectáculo como el que estaba preparado para aquella noche, es más, hacía ya algo más de dos años desde la última vez que se pudo contemplar. 

     Cariacontecido y triste, Diego Villar hacía caso omiso a los llamamientos de su madre para bajar a la plaza y poder situarse en un buen lugar desde donde ver como el Santo Oficio hacia justicia con aquel indeseable. Desde la ventana de su cuarto, en la segunda planta de su humilde pero acogedora casa, situada en plena plaza, Diego había asistido a los preparativos que habían comenzado desde bien temprano. En un par de ocasiones incluso había bajado hasta la misma calle, deseando de alguna manera interrumpir esos trabajos, pero sin saber muy bien cómo hacerlo, al fin y al cabo él no era más que un mocoso de apenas once años. Había visto llegar el carro tirado por un par de bueyes y cargado de arena, había visto también llegar el pesado madero que entre varios hombres pusieron erguido aprovechando la arena. Horas más tarde comenzaron a llegar los libros, que pronto empezaron a ser arrojados alrededor del tronco por aquellos hombres de aspecto rudo que estaban siendo vigilados por Don Ramón, el párroco de la Iglesia de Santa María de la Asunción, la más antigua de las iglesias de la villa, para evitar que nadie se pudiera llevar alguno escondido entre sus sucios hatos, cosa que por otra parte serviría de poco, pues la mayoría de aquellos hombres, en realidad de casi toda la población, no conocían las letras, no sabían leer. 

    Diego también había visto como todos aquellos hombres, cuando terminaron con sus trabajos, fueron agasajados con unas jarras de vino y unos dulces que el párroco había mandado traer del convento de franciscanas de Santa Clara, y no pudo por menos de pensar, pues a pesar de su escasa edad era muy espabilado, como podían ser aquellos hombres, que estaban colaborando para que se produjese una muerte injusta, y no sólo no estaban contrariados sino que lo celebraban despreocupados, ufanos. 

     - ¡Diego, quieres bajar de una vez, nos lo vamos a perder, y como eso suceda, te puedes ir preparando! –dijo a voces su madre. 

     Finalmente bajó y salió a la calle junto a su madre.

     - ¡Lo ves, fíjate cuanta gente hay ya, ahora no lo podremos ver bien! –insistió su madre a la vez que trataba de hacerse hueco a base de empujones y codazos, provocando las quejas de sus vecinos, ante lo que Camila, como así se llamaba la madre de Diego, no tenía ningún escrúpulo de decir que era por el niño. 

     No pudieron avanzar más, teniendo que conformarse con verlo desde una octava fila, que no estaba tan mal para lo tarde que habían llegado. Desde allí pudieron ver el momento en el que el reo llegaba de pie, atado, en un carro tirado por bueyes, momento que provocó el aumento del griterío hasta hacerse casi ensordecedor Dos hombres le hicieron bajar bruscamente, y de la misma manera le hicieron subir la pequeña montaña de libros que hasta hace muy poco le habían pertenecido. Después de atarlo al tronco erguido por la mañana, no le quedó más remedio que escuchar entre sollozos, como el alto cargo del Tribunal de la Inquisición, a la sazón Obispo de Toledo, recordaba con voz gravosa su sentencia, ante el resto de miembros de la iglesia, del Santo Oficio, autoridades, nobles y demás habitantes de la villa y de sus alrededores. 

     Visto por los inquisidores contra la herética pravedad y apostasía, en la villa de Ocaña y su partido, por autoridad apostólica, juntamente con el ordinario del obispado de Toledo, este proceso de pleito criminal que ante nos ha pendido y pende entre las partes, de la una, el promotor fiscal de este Santo Oficio, actor acusante y de la otra el reo defendiente, don Lorenzo de Acuña, vecino de esta villa y impresor de oficio, sobre las causas y razones en el proceso del dicho pleito contenidos: 

     Fallamos atentos los autos y méritos del dicho proceso, que por la culpa que de él resulta contra el dicho don Lorenzo de Acuña, ante la gravedad de los mismos, a morir quemado en la hoguera en acto público, junto a todos sus ofensivos libros que atentan contra la moral católica, siendo esta nuestra sentencia definitiva, y así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos, el licenciado Juan de Pacheco, Fray Sebastián de Salcedo, y yo, el Obispo de Toledo, su ilustrísima Domingo de Guzmán. 

     Dada y pronunciada fue esta sentencia por los señores inquisidores y ordinario que en ella firmaron sus nombres en la audiencia de la mañana de esa Inquisición en el octavo día del mes de mayo de mil y quinientos y ochenta y ocho años, estando presente el doctor don Francisco Chaves Guzmán, fiscal de la causa. 



     No sirvieron de nada las súplicas de Lorenzo de Acuña. Domingo de Guzmán dio la orden de prender la hoguera. Su cara parecía decir que le gustaría hacerlo a él mismo, pero su dignidad no se lo permitía. El fuego empezó por cuatro puntos diferentes, por cuatro libros diferentes, todos ofensivos para el Santo Oficio, todos, sin importar que fantasías contasen. No se utilizaba ningún tipo de acelerante, así el espectáculo, en realidad el ejercicio de castigo y advertencia para el resto del pueblo de cómo se las gastaba la Iglesia, duraría más, para mayor suplicio del reo, que poco a poco veía como las llamas crecían y se acercaban. El pueblo llano no podía por menos de aullar y de insultar a Lorenzo, sin entender que algún día podían ser ellos los que ocupasen su lugar allí mismo, o colgados en la picota, cuyo verdadero nombre era rollo de justicia, situado en la Plaza Mayor, y que era más habitual en las sentencias a muerte eclesiásticas y civiles, si bien en esta ocasión se había hecho una de esas excepciones, debido a que la quema de los libros era casi tan importante como la del propio impresor. Los gritos de Lorenzo de Acuña fueron en aumento, convirtiéndose en insoportables cuando las llamas le comenzaban a alcanzar. El griterío del populacho dio paso al silencio más absoluto, como si hasta este mismo momento no hubiesen comprendido que iba a pasar. Fue entonces cuando comenzó a llegar el desagradable olor a carne quemada, olor que provocó gestos de asco que se sumaban a las toses de la acumulación del humo, llantos, lágrimas, sobre todo de las mujeres y de los chavales más pequeños. Para entonces los gritos del impresor habían cesado; había perdido el conocimiento nada más que las llamas le alcanzaron.


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