martes, 14 de agosto de 2018

MI CAMINO DE SANTIAGO (III): LA IMPORTANCIA DE ARRÉS

   
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     La tercera jornada se convertiría en una muy especial y esencial. No empezó bien el día, porque al poco de dejar el albergue de Jaca me despisté y dejé de ver las flechas amarillas que te marcan el camino. Tirando de Google Maps y preguntando a alguno de los madrugadores jacetanos encontré la salida de la ciudad, aunque con cierto retraso.

     El trayecto era bastaste sencillito y lo único reseñable es que al poco vi como delante de mi caminaba la pareja de italianos a los que poco a poco me iba acercando, si bien ellos no tenían la intención de esperar y caminar con otra gente como si era mi deseo.

     En el camino había una bifurcación, por un lado el camino oficial hacia Santa Cilia de Jaca, por otro, una alternativa más larga (casi 13 kilómetros más a los más de 25 que ya sumaba la etapa), más dura (piedras, fuertes desniveles...) y según mi guía no recomendable si ibas solo, pero que merecía mucho la pena desde el punto de vista artístico, ya que podrías visitar los monasterios de San Juan de la Peña, el viejo y el nuevo, uno de los más importantes conjuntos del Románico peninsular, con orígenes mozárabes (¡Cuántas veces puse esa foto a mis alumn@s de Historia del Arte ese mismo año!).


Fotos de fotosylugares.com y monasteriosanjuan.com 


     La prudencia me hizo desistir de mis planes iniciales y me prometí ir a ver el monasterio en otra ocasión.

     El caso es que la indicación no se veía muy bien y vi a los italianos que cogieron una dirección que yo creía equivocada y que no iban a ir por ninguno de las dos posibilidades, pero el equivocado era yo y una vez más me tocó desandar un pequeño tramo, apenas cien metros. Finalmente seguí por donde ellos.  Llegando a Santa Cilia decidí parar un poco y meter los pies en un riachuelo, ¡qué gusto! En el pueblo por fin pude cruzar unas palabras con esta pareja ya que estaban haciendo un receso para comer algo, pero no vi de nuevo intención de más por lo que fui a poner un sello de paso en mi cartilla de peregrino y tomar un refresco.

     Un rato después volví a topar con los italianos en una zona agreste junto al río Aragón y esta vez intercambiamos algunas palabras más.  Decidí hacer un descanso y bañarme en el río, que no llevaba mucha agua. Los italianos creían que me había equivocado y a voces me daban indicaciones, pero yo les indiqué que iba al río. 

     ¡Y como el perro y el gato, me los volví a encontrar un poco más adelante porque yo iba más rápido que ellos, aunque esta vez no los alcancé!

     La etapa del día acabaría en la pequeñísima localidad de Arrés, algo que no estaba en mis planes iniciales, pero que tras leer en Gronze que era una especie de albergue mítico donde se sentía el verdadero espíritu del Camino, decidí ir allí. Al llegar a Puente la Reina de Jaca me di cuenta que el camino no pasaba por el pueblo al que se accedía atravesando un puente un tanto peligroso para un peatón, sino que la tenías que dejar a un lado. Me quedaban poco más de 3 kilómetros y como el día estaba siendo caluroso paré a beber agua, el poco que me quedaba, ¡total, ya no me quedaba mucho! No obstante, dejé un traguito...

     Fue un auténtico error y que pude pagar muy, muy caro, hasta el punto de poder haber tenido que abandonar mi aventura y eso a pesar de que me encontraba muy fuerte, pero la subida a Arrés, a través del monte Samitier, fue de gran dureza con ese calor, ya que se asciende algo más de 100 metros de desnivel en unos 2 kilómetros, casi todo en los primeros 600-700 metros. El gran esfuerzo inicial hizo que el cuerpo fuera pidiendo agua, un agua que no tenía. El traguito que dejé fue fundamental, pero necesitaba más y tuve que tirar de unas gominolas energéticas simplemente para poder salibar. Según iba ascendiendo veía el que yo creía el pueblo de mi destino más lejos y evidentemente más abajo, ¡era imposible que con lo ya caminado fueran 3 kilómetros! Por mi cabeza fueron pasando muchas cosas, entre otras me veía llamando al 112, pero mi empeño me hizo sacar fuerzas de no sé dónde hasta que vi un cartel de un hotel a medio kilómetro. ¡Me quedaría ahí costase lo que costase, pero ¿dónde estaba?! ¡No se veía nada, estaba en medio de un monte!

     Afortunadamente, un rato después, por fin vi casas ¡y gente! Había llegado a Arrés y lo primero que recibí fueron unos ánimos increíbles y sobre todo un gran vaso de agua con limón fresquito que fue una delicia. Repetí con un segundo vaso y poco después un tercero...




     Tras pasar por una ducha reparadora y lavar la ropa, algo habitual casi todos los días, pude descansar y comenzar a charlas con otros peregrinos. Allí se encontraban las 2 superabuelas francesas, Josephine y Pauline, un matrimonio almeriense, Isabel y Antonio y poco después llegaría ¡la pareja italiana! que sí habían entrado en Puente la Reina de Jaca, y que después supe que se llamaban Francesca y Giro, Girolamo, al que no en ese momento pero sí otro día, cuando ya hubo más confianza, no pude por menos que hacer la broma de llamarle Savonarola, apellido de un siniestro fraile florentino del siglo XV llamado también Girolamo. Con todos ellos y la pareja de albergueros, en este caso voluntarios, que nos trataron magníficamente (cuánto siento no recordar sus nombres, aunque sí puedo decir que eran de Alcalá de Henares) nos dispusimos a pasar una estupenda tarde de verano, en la que no faltó una cena comunitaria en la puerta del albergue (invitación de nuestros albergueros) consistente en unas ricas patatas a la riojana.





     Cuando estábamos a punto de empezar a cenar, llegaron otras dos protagonistas de mi Camino en los siguientes días, María y Beatriz. Todos juntos, después de cenar fuimos a ver el castillo e iglesia de la localidad para finalizar contemplando una magnífica puesta de sol con el Prepirineo de testigo.






jueves, 2 de agosto de 2018

MI CAMINO DE SANTIAGO (II): DE SOMPORT A JACA




     A Canfranc-Estación llegué a mediodía y tras visitar la oficina de turismo para asegurarme que no hubiera habido cambios de horario y punto de salida del bus que me acercara al "Summus Portus", nombre latino de Somport, el puerto más alto (el puerto de Somport es el único paso de montaña en los Pirineos centrales) me fui a comer y tras esto ver el albergue donde pasaría la primera de las noches, el albergue de Pepito Grillo.


     El día estaba raro, hacía bueno pero en lo alto de la montaña estaba oscuro, amenazando lluvia y ese sería uno de mis primeros temores, hacer un considerable descenso de casi 450 metros de desnivel en apenas 8 kilómetros (desde la cota de 1.632 metros a la de 1.190) desconociendo como iba a ser el camino, si es que lo había, por un terreno que se podía poner resbaladizo y además solo, porque en mi imaginación estaba que ya me encontraría con algún peregrino, pero no, no había nadie.

     Llegó el bus, pero no era el bus que yo esperaba, este era de una línea francesa. Pregunté a su conductora y me aseguraba que sí, que me dejaba donde yo quería y que además era más barato que la línea española. Había algo que me  hacía no fiarme y no subí, no siendo que su parada, aunque cerca no estuviese en el mismo inicio del Camino, en la misma frontera con Francia y me tocase buscarme la vida. Luego comprobé que no había más opción, aunque en lo del precio ya me engañó, porque era más barato el bus español.

     Llegué al albergue de Aysa y tras tomar un café sellé mi credencial de peregrino por primera vez, un sello que certificaba el punto de inicio, a 856 kilómetros de Santiago de Compostela según el primero de los indicadores que vi. Quería comenzar rápido por eso de la posible lluvia, de que en la montaña la luz no es la misma a pesar de estar a 10 de julio, hasta tal punto de que no me di cuenta de hacerme una foto en el puesto fronterizo, que ni vi, y eso que estaba tras una curva a apenas 50 metros.




     Cuando iba a empezar me llevé una alegría... ¡2 peregrinos que iban a entrar en el albergue! La alegría duró poco, tras hablar con ellos, supe que eran 2 montañeros vascos que estaban haciendo el GR11, la "Transpirenaica", ruta que atraviesa longitudinalmente toda la cordillera, desde el Golfo de Vizcaya al Cabo de Creus a lo largo de más de 400 kilómetros. Tras desearnos suerte, comencé ahora sí, el Camino.

     Esta etapa prólogo resultó más sencilla finalmente de lo esperado y tan solo tuvo una pequeña pérdida por un cambio de sentido teniendo que desandar lo andado unos 200-300 metros. En el trayecto pude ver las ruinas del hospital de Santa Cristina, un centro de acogida de peregrinos del siglo XIII, una urbanización de la estación invernal de Candanchú, el puente de Santa Cristina para salvar el río Aragón y desde lejos la bonita fortaleza del Col de Ladrones, del siglo XVI, reconstruida en el XIX.


  


     El albergue, a excepción de la cafetería-comedor era bastante sencillote. Cuando llegué a la habitación ya había alguien, 2 superabuelas francesas de setenta y pico de años con las que me costó un poco entenderme. Solo sería el primero de muchos días en los que coincidimos y desde aquí, y aunque seguro que ellas no lo van a leer, me gustaría reconocerles el meritazo que tenían, porque habían salido desde Toulouse (Francia), atravesado los Pirineos y acabarían llegando a Burgos en lo que era su 3ª experiencia en el Camino y cerca de 20 aventuras veraniegas caminando juntas por diferentes lugares de Europa. En el albergue también pude coincidir y hablar con una chica, estudiante en Salamanca, que estaba haciendo un curso de piano en Canfranc, otros montañeros catalanes que también estaban haciendo la transpirenaica y otro francés, residente en Argentina, que aprovechaba sus vacaciones para hacer una ruta atravesando los Pirineos y llegar a su casa.



     A la mañana siguiente salí como a las 8:00 horas (el día que más tarde comencé, con el avanzar del camino acabaría levantándome entre las 5:30 y las 6:00, lo normal en verano, vamos...). Nada más abandonar Canfranc-Estación tomé  un sendero a través de un hayedo, un paraje maravilloso: exuberante vegetación, agua, pequeñas cascadas, gente de la zona dando un paseo con sus perros, muy bucólico todo.



     Un ratito después oí que alguien se acercaba por detrás y por supuesto hice por esperarlo. Era Manuel, si mal no recuerdo, un chico de la zona que por motivos de trabajo vivía en Irlanda. De nuevo no era un peregrino, estaba de vacaciones y solo iba a caminar un par de días. Tuvimos una agradable conversación durante unos kilómetros, hasta Villanúa, pero para ser sinceros, yo no podía llevar su ritmo. Mi mochila pesaba como unos 6 kilos más que la suya, ya que el apenas llevaba el agua y unas galletas. Además el dispondría de comida familiar y de una buena ducha y cama en su casa, que no es poco. Podía hacer un esfuerzo superior al mío sin duda. Puse la excusa de visitar el Centro de Interpretación de la Naturaleza de Villanúa, ya que el tenía más prisa y no quería parar. No obstante, me ofreció caminar juntos a la mañana siguiente, pero de nuevo, nuestros horarios no eran compatibles; yo  no tenía tanta prisa como para salir a caminar a las 5:30 horas.

     De nuevo en marcha, la ruta transcurrió sin más novedad hasta llegar a Castiello de Jaca, en que paré a comer y me di cuenta que empezaba a estar cansado. Era el primer día de verdad y ya llevaba algo más de 15 kilómetros con bastante calor. Todavía quedaban 9 más para llegar a Jaca. Al final de este tramo tuve la compañía de una pareja hasta que entré en el casco histórico de la capital de la Jacetania.

     El albergue me resultó muy cómodo, nada que ver con el de Canfranc-Estación. Estaba muy limpio, tenía la posibilidad de lavar, de cocinar y sobre todo, no había literas... además, el trato de la hospedera fue maravilloso. Los hombros me dolían una barbaridad por la mochila; con el tiempo, la mochila apenas pesaría...


     En el albergue había tan poca gente que casi ni me crucé con nadie, tan solo una perejita de italianos un poco reacios a la conversación y un poco más tarde a las incombustibles abuelas francesas que ya estaban cenando cuando me yo me iba a visitar un poco la ciudad y es que, al parecer, ellas estaban encargadas de despertar a los gallos. 


     Terminé el día visitando la catedral de Jaca y su interesante museo del románico y de lejos la ciudadela, un estupendo recinto fortificado, que según he podido saber después alberga un museo de miniaturas militares en el que se recrean con soldaditos de plomo, más de 35.000, algunas de las más importantes batallas de la historia.

 










viernes, 20 de julio de 2018

MI CAMINO DE SANTIAGO (I): REFLEXIONES PREVIAS

   
     Comienzo a preparar este post casi 1 año después de haber acabado mi primer Camino de Santiago, y sí, digo primero porque en estos momentos tengo la sensación de que habrá, si circunstancias mayores no lo impiden, muchos más, pues ha sido una experiencia muy positiva (dicen que el Camino te cambia la vida, yo no sé si en mi caso es para tanto, creo que no, pero habrá que ir viéndolo...).


     A partir de estas líneas y en las próximas entregas en esta bitácora que tengo últimamente tan abandonada pretendo contar como ha sido esta experiencia, como ha sido mi Camino, un poco con la necesidad de recordar y dejarlo plasmado (a lo largo de los días que estuve caminando me encontré con varias personas que cada día trataban de escribir lo que habían vivido, yo decidí apelar a mi memoria...), como siempre sin saber si a alguien más le puede interesar, aunque creo que sí, pero en todo caso, como algo para mí. Tengo claro que, pasado este tiempo no me acordaré de todo y también que tampoco puedo ni quiero contar todo lo que pensé, sentí, viví, más que nada porque también afecta a otras personas.

     Lo primero de todo es comentar que aunque el Camino ha llegado en este momento, es algo que llevo rumiando mucho, pero que mucho tiempo, dándose las circunstancias apropiadas para hacerlo, entre las que están la independencia y la seguridad en mí mismo para intentarlo.

     Una cosa tenía seguro, y era que cuando comenzara con esta aventura quería hacerlo "a lo grande", es decir, hacer el Camino entero, a pesar de lo que esto supone y de que algunos me decían "y por qué no empiezas más cerca". No sé si la decisión se podía considerar como valiente, más cuando la idea era empezarlo solo, o una insensatez. Ahora, una vez terminado, y con el reposo de este año que ha pasado, el adjetivo no puede ser otro que acertada, aunque en algunos momentos, pocos pero los hubo, la palabra insensatez estuvo presente en mí.

     Otra de las cosas que tenía clara era cuál debía ser el punto de partida y este era el puerto de Somport, en Candachú (Huesca), o sea el comienzo del camino francés por el ramal aragonés, en la misma frontera con Francia. Es mucho más habitual el comienzo por el  ramal navarro en Roncesvalles o incluso con una primera etapa con origen francés en Saint Jean Pied de Port.

     Puede que una de las razones fuese "simplemente" ver in situ la estación internacional de Canfranc, una maravilla de edificio modernista que mucho tiempo atrás vi en un reportaje y me enamoró y que en la actualidad se encuentra abandonado, un tanto decrépito, y que lamentablemente si no se le da un uso se irá deteriorando a pasos agigantados (lo último que he leído es que sí, que además de un gran albergue de peregrinos se convierta también en un espacio dedicado al Camino y supongo que a resaltar los valores ecológicos y turísticos de la zona, cuándo, eso ya no lo sé...).



     Así es que  después de bastante tiempo leyendo, preparando como iban a ser las rutas en  una auto-guía impresa en papel por si se daba la circunstancia de encontrarme sin cobertura en estos tiempos en los que tienes casi todo a través de internet y tu móvil (yo he utilizado una web muy recomendable llamada Gronze.com), los lugares de pernoctación, saliendo a caminar para ir preparando las piernas, pensando el material que llevaría en la mochila, llegó el día de partir, primero hacia Madrid, tal que un domingo 9 de julio, desde donde a la mañana siguiente, bien temprano, cogería un AVE hasta la estación de Delicias en Zaragoza.

     A la capital maña llegaría en tan solo poco más de una hora, ¡qué diferencia con el siguiente tren, el que me llevara hasta Canfranc-estación, en un tren como los que veía en Peñaranda cuando apenas era un niño! El Canfranero se llama y tarda, nada más y nada menos que casi 4 horas en hacer un recorrido de unos 165 kilómetros.



     Aproveché la primera parte del viaje, la más fea, para dormir un poco (apenas había pegado ojo por la noche en un alojamiento cercano a la estación madrileña de Atocha, en el que el ruido de los pasillos y de la calle eran la constante). Cuando desperté empecé a ver y disfrutar del paisaje de los valles pirenaicos y en ese momento es cuando definitivamente me di cuenta que sí, que quería emprender esa, para mí, gran aventura.