sábado, 25 de julio de 2020

MI CAMINO DE SANTIAGO (VI): THOMAS Y PABLITO



     La octava jornada comenzó como decíamos al final del último post con la despedida de María y Beatriz. Debería ser una jornada sencilla de poco más de 20 kilómetros, sin embargo, el que esto escribe no lo iba a pasar del todo bien, ni en esta jornada ni en las siguientes por la lesión ya comentada en el aductor.

     En un principio, parecía que había mejorado y que iba a poder caminar bien, pero no tardaría en comprobar que había sido un espejismo, especialmente en los descensos tras una subida previa cercana al pueblo de Mañeru. En Cirauqui, un pueblo bastante bonito y tranquilo, Carlos y yo hicimos un pequeño alto para sellar la credencial y tomar algo. A partir de ahí, la jornada no tuvo mucho que contar hasta llegar a Villatuerta, donde nos encontramos una espléndida piscina municipal y como no teníamos ninguna prisa, decidimos descansar unas horas y relajarnos bañándonos y comiendo allí mismo. Nuevamente el agua me vino de maravilla.



     De Villatuerta a Estella, denominado también con el bonito nombre de Lizarra en euskera, final de etapa, apenas había 4 kilómetros, que sin embargo se nos hicieron larguísimos por el mucho calor, pocas sombras y el relax anterior.

     A la entrada de Estella pasamos por delante de la iglesia del Santo Sepulcro, de la que me maravilló su portada gótica de arcos apuntados abocinados (la iglesia tiene un origen románico). 


Iglesia del Santo Sepulcro (Estella)

     Esa noche pernoctaríamos en el albergue municipal, el cual nos dio una grata impresión nada más de entrar, pues se veía un edificio bastante renovado y adecentado, sin embargo, para nuestra  sorpresa nos dijeron que solo tenían sitio en  unas dependencias que tenían al lado donde dormiríamos un montón de gente en una única sala, sin mucho espacio y que contaba con tan solo 2 duchas y 2 aseos. Sin embargo, contaba con un patio central entre los 2 edificios donde Carlos pudo dejar su bicicleta y entablar conversación con otros ciclistas. Allí pudimos hacer también nuestra merienda-cena y empezar a respirar algo más parecido a lo que pensábamos que era el Camino de Santiago.

     Tras dejar nuestras pertenencias y pasar por la ducha decidimos pasear por el pueblo, por si no habíamos caminado suficiente. El pueblo, que hace unos meses vivió unas inundaciones desastrosas, presenta una estampa medieval preciosa, por lo que no puedo por menos que recomendarlo.


Calle de Estella

     Cuando volvimos al albergue, comencé a oír hablar de un personaje que se convertiría durante unas cuantas jornadas en protagonista de mi Camino. Se llamaba Thomas y era polaco (o al menos eso creo ahora, 3 años después de los hechos). La primera impresión de él no fue nada buena, pues lo primero que supimos de él fue por una pelea en plena calle porque ya no le dejaban entrar en el bar de enfrente después de haberse emborrachado. Carlos y yo decidimos tratar de evitar problemas y no juntarnos con él.


     A la mañana siguiente, tras desayunar en la enorme cocina comedor de la que disponía el albergue (da gusto las facilidades que tenía el mismo) partimos como ya era habitual pronto, encontrándonos con los lugareños madrugadores que hacían sus recorridos mañaneros diarios. Muy pronto llegamos a Irache y allí y justo antes de pasar por delante del famoso monasterio de mismo nombre nos encontramos con la también famosa "fuente del vino", donde hicimos un receso y probamos, por supuesto, el embriagador líquido. Algunos peregrinos llenaban incluso alguna pequeña cantimplora, pero, ¿que haría allí Thomas? ¿Tendría cuerpo para probar de la fuente?



     El camino siguió por un bosque que nos hizo muy agradable nuestra marcha durante un buen trecho. Unos kilómetros después vendría una subidita que nos exigió un poco de esfuerzo y al llegar al pueblo de Azqueta decidimos hacer un pequeño receso. Entonces, se nos acercó un señor muy mayor y nos comenzó a preguntar y a hablar del Camino. Se presentó como Pablito, el de las varas, y por supuesto nos ofreció una, como había hecho según él con varios miles de peregrinos, como podéis leer en esta bonita entrevista.

     Ninguno de los dos aceptamos el ofrecimiento puesto que yo llevaba bastones deportivos y Carlos, como ya sabéis, iba arrastrando su bicicleta. Pablito era todo un personaje, se enfadaba si le llamábamos Don Pablo o simplemente Pablo porque él era "Pablito, el de las varas". Recuerdo que me riñó por cómo llevaba la mochila y al decir que no la podía ajustar mejor, me agarró y me pegó dos tirones a las cuerdas con sus manos recias de haber trabajado duro toda la vida y la mochila subió un palmo y se situó donde tenía que ser, haciéndome más llevadero su peso. Pablito también nos contó que
 de joven, junto a sus amigos, había sido de los primeros que habían peregrinado a Santiago en bicicleta.



     Carlos, cada vez más entusiasmado con los sellos en la credencial (yo solía poner 2 por jornada, el mínimo) le preguntó dónde nos podían sellar y el señor nos dijo que en su casa, con un sello propio. Nos condujo hasta allí y no pudo por menos que llevarnos hasta la trasera de la misma donde nos iba a enseñar algo que nos iba a gustar, nada más y nada menos que una estela celta (supuestamente). Allí nos enseñó también un montón de calabazas elaboradas por él mismo, utensilio que utilizaban los antiguos peregrinos para conservar el agua fresca cuando no existían las cantimploras. Nos ofreció una y Carlos aceptó; yo en ese momento pensé que era más peso y molesto. Hoy me arrepiento porque sería un bonito recuerdo.


     



     A partir de Azqueta la etapa se hizo más dura. Primero tuvimos que llegar a Villamayor de Morjardín, después de una subida de 100 metros de altitud en apenas 2 kilómetros. Hicimos un parón para tomar una fruta y beber un poco y en esto que vimos aparecer a otro peregrino que nos encontraríamos varias veces, un coreano bastante fondón y vestido de blanco, muy abrigado para el enorme calor que hacía. Tal y como le vimos parecía que no iba a poder llegar al final de la etapa, al menos en buenas condiciones.

     A partir de este pueblo y hasta el final de la etapa la ruta se hizo dura y tediosa por el calor y por no encontrarnos prácticamente ninguna sombra en los 12 kilómetros que nos quedaban hasta llegar a Los Arcos.

     En Los Arcos nos encontramos un albergue también muy digno que contaba hasta con servicio de fisioterapia si lo requerías. Carlos y yo salimos a dar un paseo por el pueblo y cenar en un bar y después, en una tarde que se volvió tormentosa tuvimos la suerte de hablar con otros peregrinos (recuerdo a un chileno muy majete) y sobre todo entre nosotros y es que después de 4 jornadas juntos, las 2 últimas ya solos, comenzó a aflorar una amistad hasta el punto que por la noche, cuando llamó a su mujer por teléfono me la pasó para que la conociera y habló casi más conmigo que con él, je, je.

    Por cierto, el coreano llegó como una hora después de nosotros e intacto...