Las dos siguientes jornadas (sexta y séptima si contamos como primera esos primeros 8 kilómetros entre Somport y Canfranc-estación) me (nos) llevarían de Sangüesa a Monreal (27,2 kms) y desde esta a Puente la Reina (30,6 kms) donde se juntan los dos sectores, navarro y aragonés, para comenzar un único camino francés (en realidad son 4 las rutas principales que llegan desde Francia, 3 entran por Roncesvalles y otra por Somport).
Tras salir del albergue, en el que dormimos en unas agradecidas camas bajas en lugar de en literas, y atravesar el puente de la localidad, caminamos poco más de 2 kilómetros antes de tomar una importante decisión, ir por el camino oficial, por la localidad de Rocaforte o por una alternativa, por la Foz de Lumbier. Como no salimos juntos del todo, Carlos, María, Beatriz y yo, tomamos el camino oficial, unos 7 kilómetros más corto que la otra opción, mientras que Giro, Francesca, Antonio e Isabel, tomaron el más largo, no por que quisieran, sino porque se habían encontrado con el catalán, que por supuesto tenía que escoger la opción más complicada, y les confundió.
En el post anterior os había adelantado que Carlos era un peregrino canario, de Las Palmas, que hacía el camino en bicicleta. El día anterior, supongo que al ver al grupo tan unido, nos había preguntado con su acento inconfundible si podía hacer la etapa andando con nosotros. La respuesta, evidentemente, fue sí. Yo pensaba que dejaría la bicicleta en el albergue, haría la jornada caminando y cogería un bus para volver a por la bicicleta y seguir su camino a la mañana siguiente, pero no, no fue así, sino que salió "arrastrando la bici", sorprendiéndonos a todos al ver que tendría que ir así esos casi treinta kilómetros por senderos no siempre fáciles.
La etapa fue especialmente bonita, con mucha vegetación, pequeños senderos, alguna que otra cuesta importante para ascender hasta el alto de Aibar (715 m) y viento, bastante viento, no en vano, en la zona había un parque de molinos eólicos.
Esos días la península vivía una terrible ola de calor de la que solo se libraba una pequeña zona, no sé por qué razón, pero resulta que era Navarra, lo que nos hizo más agradable nuestro camino. A Carlos le gustó tanto la experiencia (recuerdo que nos comentó que el creía que ir a pie sería aburrido, él prefería la velocidad de la bicicleta, opinión que cambió al comprobar como se disfrutaba más del paisaje y sobre todo de la conversación) que al final nos "pidió permiso" de nuevo para volver a caminar con nosotros el siguiente día.
Cuando ya nos íbamos acercando a Monreal, vimos como nos sobrepasaba una locomotora humana, con el que más tarde coincidiríamos en el albergue. Era Thierry, un francés que había salido nada menos que desde Toulouse y que hacía cada jornada entre 40 y 50 kilómetros. Creo que para entonces ya nos habíamos encontrado con la pareja de italianos y almerienses, puesto que llegamos todos juntos al albergue. El albergue parecía cerrado por lo que llamamos a un teléfono que ponía en la puerta para contactar con una de las albergueras, que resultó muy simpática y servicial. Mientras unos decidían pasar por la ducha otros quisimos ir a comer, pues era bastante tarde, más de las cuatro.
En el único bar del pueblo, perteneciente a la parroquia, apenas nos pudieron dar algo pero nos ofrecieron la posibilidad de encargar la cena. A Thierry le sorprendió y encantó por igual algo bastante común en nuestros bares, pedir un cubo de cervezas. A nosotros nos gustó más el hecho de que al estar el salón del bar en una primera planta y la terraza en la calle, te bajaban el cubo de cervezas mediante un sistema de poleas.
Charlando se nos ocurrió que podíamos aprovechar que el albergue tenía cocina y hacer una cena para todo el grupo. La opción elegida: pasta. Por supuesto, teniendo italianos en el grupo ya sabíamos quienes se iban a encargar de cocinar.
Por la noche, repetimos la opción de la terraza, con la pena de ver que delante de nosotros una anciana se ponía mala y se la tuvieron que llevar en ambulancia.
Esa noche sería la última de Antonio e Isabel, que se habían propuesto hacer 100 kilómetros para luego pasar unos días en San Sebastián, si mal no recuerdo, y de Giro y Francesca, que aunque caminarían algo más al día siguiente en lo que sería su última jornada, tenían otros plantes. Aunque solo habían sido unas cuantas jornadas con ellos, creo que a todos nos resultó difícil despedirnos a la mañana siguiente, mostrando así algo de la magia del Camino. Thierry, por supuesto, necesitaba ir a otro ritmo y salió más pronto.
La siguiente jornada resultó especial por varias cosas. La primera, como comentaba, por esas despedidas. La segunda, porque fue también una etapa muy interesante paisajísticamente, sobre todo en su primera mitad, al caminar por la sierra de Alaiz. La tercera, desgraciadamente, porque después de hacer una parada para quitarme ropa, darme protector solar y comer algo, al intentar ir más rápido para alcanzar a mi grupo, me produje una lesión muscular en un adductor de la pierna izquierda. Cada vez sentía que me costaba más y más caminar. Al llegar a Tierbes probamos con estiramientos, hielo, cremas... pero no sirvió, poco a poco vi que caminar, especialmente hacia abajo, se me hacía muy, muy difícil y por mi mente empezó a circular la idea de tener que abandonar. No obstante, no me iba a rendir así como así, y pensé en llegar hasta la localidad de Olcoz, a poco más de 5 kilómetros de distancia y hacer noche allí en un hostal o casa rural, puesto que no había albergue de peregrinos. La pena era despedirme un poco antes de lo esperado de María y Beatriz, que era su última jornada y de Carlos. Los dos últimos kilómetros Carlos se hizo cargo de mi mochila y me dejó una muslera que algo me alivió.
No quisieron dejarme estos antes de ver que conseguía lugar donde pasar la noche, puesto que encontramos el hostal cerrado. Se nos ocurrió preguntar al único paisano que nos encontramos en la calle en aquella calurosísima mañana, resultando que era el marido de la dueña del hostal, que estaba de vacaciones en la playa. La llamó para ver si podía dejarme pasar la noche, pero claro, quedarme yo solo, cuando tenían preparado el hostal para una boda el fin de semana siguiente no les convino. Sin embargo, al ver mi estado físico, me dijo que si quería me acercaba después de comer en coche hasta Puente la Reina para que allí pudiera hacer la noche. No le puedo estar más agradecido.
El recorrido era apenas de 12 kilómetros, pero en ese tiempo nos dio tiempo a charlar bastante. Supe de él que tenía una empresa cementera y al comentarle que yo era profesor de Geografía e Historia me comentó que el estaba estudiando por la UNED, Historia del Arte. Le comenté que sentía especialmente, al no ir caminando, no poder ver la iglesia de Santa María de Eunate, una de las joyas de nuestro románico. Pedro (creo que se llamaba así) no dudó un instante en desviarse los poco más de cien metros que la separaban de la carretera para mostrármela. Lástima que estuviera cerrada y solo pudiéramos entrar por la galería octogonal que la hace tan característica. Sin embargo, nunca olvidaré que me contó la leyenda sobre el constructor de la portada y la puerta y cómo esta tiene una puerta gemela, aunque al revés, precisamente en Olcoz. Como seria muy largo contarla bien os dejo un enlace encontrado en la web donde se detalla esta interesante leyenda.
Cuando llegamos a Puente la Reina vimos que el principal albergue estaba ya lleno de gente en la puerta. No obstante, yo había quedado con Carlos que iría al de Santiago Apostol, donde resulta que estaba Thierry, que habiendo tenido un problema físico no quiso hacer más que los 30 kilómetros de la etapa normal. Pedro me enseñó desde el coche el pueblo y me dijo dónde estaba el consultorio médico por si lo necesitaba.
El albergue tenía piscina y el agua fría de esta me ayudó bastante, de hecho, a la mañana siguiente parecía que hasta podía caminar bien, solo un espejismo... La gran sorpresa fue cuando supe que no solo Carlos llegaría al albergue, sino que María y Beatriz, que habían perdido su último tren, se tenían que quedar otra noche. Los cinco cenamos y tuvimos una agradable conversación nocturna en la terraza del albergue. Por supuesto, fuimos los últimos en irnos a acostar, solo cuando cerraban la cafetería.
Al día siguiente, la ruta nos llevaría hasta Estella. Carlos había decidido quedarse algún día más conmigo; supongo, aunque no lo dijo, que le daba pena dejarme lesionado solo, aunque aparentemente había mejorado bastante. Aquella jornada volvió a ser de despedidas y como en la anterior, hubo emociones contenidas bajo la bella estampa de ese puente medieval que da nombre a la localidad, Puente la Reina.
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