viernes, 26 de junio de 2015

ENMASCARADO (XIII). CAP. 3: REINICIANDO





IV


   El día había amanecido bastante nublado, amenazante de lluvia, y aunque esta se hizo de rogar, finalmente a esa hora –media mañana– acabó apareciendo. Nico se alegró. No es que prefiriese conducir con el suelo mojado, no, pero pensó que ese agua ayudaría a llevar un poco mejor la polución madrileña –¡amén de llenar los embalses y ayudar a los quejosos agricultores de los alrededores!

   No había mucho tráfico. En cosa de una hora o dos la intensidad –sin duda– aumentaría. No importaba. La excursión del día era de media distancia. Le daría tiempo a escuchar un disco entero de Sinatra. Pensó que esa podía ser una buena forma de medir el tiempo, un disco, dos, medio, tres canciones o cinco, claro que eso dependería del disco, de las canciones o de las veces que él diese a repetir la canción. Cuando sonó “New York, New York”, se acordó de la imagen de los taxis amarillos recorriendo de norte a sur y de este a oeste la capital del mundo y se vio a sí mismo conduciendo un coche amarillo por la capital de España. Pero no fue la única imagen de Nueva York que le vino a la mente. De repente, se agolpaban en su cabeza decenas de recuerdos del viaje que realizara con Itahisa y se preguntó cómo se encontraría. Inmediatamente hizo lo que no recordaba haber hecho nunca, cambiar de canción sin dejarla concluir. Pero no dio resultado. Sinatra había estado muchas veces con ellos.


[…] We may never, never meet again
On that bumpy road to love
Still I’ll always
Always keep the memory of
The way you hold your knife
The way we danced until three
The way you’ve changed my life
No, no they can’t take that away from me
No, they can’t take that away from me […] [1]




   Llegó a su destino –el chalé de Miguel Buendía–, sin embargo, se mantuvo quieto en el vehículo durante un par de minutos ensimismado. El recuerdo de Itahisa le había dejado ciertamente tocado. Poco a poco se fue recuperando. Tenía trabajo que hacer.

   La residencia de Miguel Buendía estaba bastante bien, aunque para nada se podía decir que pareciera lujosa, al menos exteriormente. Parcela de aproximadamente quinientos metros cuadrados –se dijo Nico– vivienda de dos plantas con porche, jardín, piscina. Nada de extravagancias. Bajó del coche y llamó al timbre de la puerta. Un enorme mastín comenzó a ladrar. Pensó que le responderían por el telefonillo, pero tras unos instantes, apareció una joven muy bella –personal del servicio sin duda– al otro lado de la reja.

   –Hola, buenos días, deseaba algo.
   –Sí, si no estoy equivocado vive aquí el señor Buendía, ¿no es así? –preguntó Nico por cortesía, aunque estaba completamente seguro de ello. Había realizado bien el trabajo previo.
   –Así es.
   –¿Se encuentra en casa el señor? –La chica tras unos segundos de duda, afirmó con la cabeza mientras emitía un sonido ininteligible con la boca.
   –No sé si el señor estará disponible. Miraré a ver. ¿Quién debo de comunicar que le quiere ver? –preguntó de nuevo la joven con un melodioso acento sudamericano.
   –En realidad, el señor Buendía no me conoce, pero le aseguro que le interesará hablar conmigo. Asuntos de negocios. En todo caso le puede decir que mi nombre es Ismael Moreno, aunque le repito que el nombre no le sonará de nada.
   –Está bien, debe esperar aquí afuera. El perro… –Nico asintió con la cabeza.



[1] […] Es posible que nunca, nunca nos volvamos a encontrar otra vez; en este camino de baches para el amor, sin embargo siempre estaré, manteniendo siempre la memoria de la forma en que sostienes el cuchillo; la manera en que bailamos hasta las tres; la forma en que has cambiado mi vida; no, no podrán alejar eso de mí; no, no podrán alejar eso de mí […] “They can´t take that away from me”. Frank Sinatra.

domingo, 21 de junio de 2015

ENMASCARADO (XII). CAP. 3: REINICIANDO





III


   Los señores Echevarría hicieron bien los deberes y a los dos días, tal y como habían quedado con Ismael Moreno –Nico a lo largo de los treinta y siete primeros años de su vida– aportaron toda la documentación que este les había requerido. Qué decir tiene que la señora Echevarría había llevado la voz cantante. Nico había intuido que el pobre señor Evaristo se había llevado un buen rapapolvo en casa por las palabritas de la anterior reunión y –pensó– que de no ser porque probablemente el matrimonio ya no tenía sexo frecuentemente, por no decir nunca, esa noche el señor Echevarría se había quedado sin mojar. Después de acompañarles previamente hasta la salida pudo ver a través de la ventana de su oficina como salían por la puerta del edificio y se acercaban hasta el coche, agarrada ella del brazo de él.

   –Si no le abre la puerta me corto una mano –se dijo así mismo Nico–. A los cinco segundos no pudo por menos que sonreír. Había salvado su mano. ¡Sí señor, un matrimonio como Dios manda, como los de antes! –concluyó.

   Comenzó a analizar la información. El moroso era un tal Miguel Buendía López y era empresario de hostelería, concretamente tenía una discoteca en Madrid. Al menos ese era el negocio para el que “Echevarría, comercializadora de bebidas y alimentación, S.L.” trabajaba. Habría que investigar más sobre otros posibles negocios. La discoteca se llamaba Night Fever –que original, se dijo Nico, justo antes de darse cuenta que el nombre le sonaba y no por la película de Travolta, sino porque probablemente, muy probablemente incluso, había pasado por allí en una ocasión a altas horas de la madrugada–. La deuda ascendía a algo más de catorce mil euros –catorce mil ciento dieciocho euros con sesenta y cuatro céntimos, según le había informado la señora Echevarría, experta en cuentas de la S.L., de viva voz y sin tener que recurrir a ninguna anotación.

   Concluir el expediente le llevó a Ismael casi dos semanas a tiempo completo. Ilusionado con su nuevo trabajo y con la confianza que le habían mostrado los de arriba –como solían referirse sus compañeros a los jefes– quería mostrarse como una persona altamente competente y de fiabilidad a la que se le pudiera realizar importantes trabajos. La labor no había resultado nada fácil. No se había encontrado registros judiciales sobre deudas, aunque sí el hecho de que el señor Buendía tenía antecedentes penales. Una pelea de juventud en la que había habido navajas de por medio. Reyerta era la palabra exacta. En cambio si figuraba una deuda reciente en otra empresa de la competencia, en la empresa que se encontraba dos plantas por encima de ellos. No le gustó la idea, a pesar de no saber cómo se encontraba el asunto con ellos. Al parecer, al señor Buendía últimamente no le iba muy bien. Era el momento de hacerle una visita.

.........................

   Bajó hacia el garaje del edificio en busca de su coche de empresa. El garaje era compartido por todas las empresas que tenían su sede allí, si bien cada una de ellas tenía una zona propia. La primera vez que Nico visitó el aparcamiento no pudo por menos que pensar que aquello era todo un show, pues además de los utilitarios de los trabajadores, se encontraban los vehículos propios de trabajo, caracterizados en algunos casos por llamativos colores, y en todos por unos nombres que no dejaban lugar a dudas acerca de la dedicación que se les daba. Allí se encontraban los vehículos negros del afamado “El Cobrador del Esmoquin”, los grises de “El Elefante Cobrador”, los rojos y blancos de “El Cobrador Audaz”, los azules de “El Templo del Cobro” y por supuesto, los amarillos de “La Máscara, cobro de morosos S.A.”

   El Volkswagen New Beetle –de tres puertas y ciento dos caballos de potencia– había sido el modelo escogido por “La Máscara”. Don Anselmo, máximo accionista de la empresa, –nostálgico y gran entendido en coches– quiso que fuera un coche llamativo. Su sueño y primera idea había sido en realidad disponer de unos cuantos clásicos americanos de los años 30 y 40, parecidos a los de las películas de gánsteres, tal vez algún Playmouth o Chrysler Airflow, pero ante la dificultad de conseguirlo, se había decidido por el modelo alemán. Lo más llamativo del vehículo, sin embargo, era el dibujo que llevaba en el capot, la imagen de Jim Carrey con la cara verde y una “kilométrica” lengua roja que salía de una deformada boca y que alcanzaba hasta la zona de la matrícula. En las dos puertas laterales –la del conductor y su acompañante– se repetía la imagen en menor tamaño, acompañada del nombre de la empresa “La Máscara, cobro de morosos S.A.”. Indiscutiblemente, eran unos coches que no pasaban desapercibidos.




viernes, 12 de junio de 2015

ENMASCARADO (XI). CAP. 3: REINICIANDO




II


   Subió en ascensor hasta la quinta planta, la misma en la que se encontraba su oficina. Tenía que tener cierto cuidado, porque si se equivocaba de planta podía meterse en otra empresa y aunque con caras desconocidas alrededor, perfectamente podía desempeñar el mismo tipo de trabajo. Curiosamente en ese edificio se habían instalado varias empresas del mismo sector. Al entrar, la imagen de todos los días, una decena de teleoperadoras que desde sus reducidos cubículos atendían a la vez –como si de humanoides se tratase– a la pantalla del ordenador y al teléfono. No había ningún hombre desarrollando ese trabajo.

   Apenas había entrado, le informaron que le estaban esperando en su despacho. Tan solo era un poco más grande que los cubículos de sus compañeras, el espacio justo para su mesa en la que destacaba un ordenador de pantalla plana y una pequeña impresora, un armario archivador y un par de sillas para las visitas –probablemente comprado todo en cualquier Ikea– pero al menos gozaba de cierta independencia. Al entrar saludó a sus nuevos clientes, el matrimonio Echevarría, según le habían comunicado. Se les veía nerviosos. Acudir a aquél sitio no les habría resultado fácil y solo se decidieron cuando se vieron desesperados y sin otra posible solución.

   – Buenos días. Señores Echevarría, si no me han informado mal, ¿no es así?
   – Sí, sí, –dijo la señora–, yo me llamo Paula y mi marido, Evaristo.
   – Encantado, yo soy Ismael Moreno, díganme, ¿en qué puedo ayudarles?

   Los señores Echevarría relataron cuales eran los males que les había llevado a llegar hasta allí. Deudas. Como a la mayoría de las personas que pasaban por allí, les debían dinero. Habían tenido toda la paciencia que se podía tener, habían tratado de solucionar el problema de diversas formas, pero de nada había servido. No conseguían que les pagasen, de ahí que –como intento desesperado– acudiesen a una empresa de cobro de morosos.

   – Señor Moreno, no sé si se hace cargo usted de la situación –continuó diciendo la señora Echevarría, que era quién llevaba la voz cantante, sin apenas dejar abrir la boca a su apocado marido–, pero como comprenderá nosotros no somos ricos, es verdad que trabajando mucho hemos levantado un negocio y no nos ha ido nada mal hasta ahora, que hemos podido dar estudios a nuestros dos hijos y que incluso nos hemos podido permitir algún que otro caprichito, como la casita de la sierra, pero no somos ricos y no podemos soportar que algunos sinvergüenzas nos deban tanto dinero. Llevamos mucho tiempo sufriendo esta situación y ya no podíamos esperar más, por lo que decidimos venir a su empresa.
   – Bueno, en realidad yo sólo soy un trabajador más –convino Nico–, y sí, claro que me hago cargo de la situación, es más frecuente de lo que ustedes puedan creer en estos días que corren. En todo caso, no importa si ustedes son o no son ricos o cuánto lo son, el caso es que a ustedes se les debe un dinero por su trabajo y no lo han cobrado y para eso estamos aquí nosotros. Como supongo sabrán, somos una de las empresas líderes del sector.

   Nico, en su nueva piel de Ismael Moreno, siguió explicándoles la seriedad de la empresa “La Máscara, cobro de morosos, S.A.” Les comentó que eran verdaderos profesionales, que trataban de solucionar los problemas con éxito mediante la empatía con los deudores, tratando de entenderles, aconsejándoles en todo momento, pero que a veces no se llegaba a acuerdos y entonces tenían que tomar otro tipo de decisiones más serias, siempre desde la legalidad. Les explicó cuál era su método de trabajo de forma sucinta, un control diario sobre la persona o empresa investigada, el rastreo por distintos tipos de registros de morosidad, incidencias judiciales, deudas con organismos públicos, etc., pero que para ello tenían que estar perfectamente informados sobre la empresa y también sobre la deuda que tenían contraído con ellos, por lo cual tendría que realizar un informe completo y que se necesitaba cierto tiempo antes de pasar a la acción.

   La señora Echevarría le explicó en que consistía su negocio, una empresa comercializadora de bebidas y alimentación especializada en la hostelería. Comenzó la retahíla de artículos que vendían, licores nacionales, licores de importación, vinos, cervezas, refrescos y zumos, encurtidos, aperitivos… tratando a Nico casi como si fuera un cliente más al que se quisiera ganar. Fue en ese momento cuando el señor Echevarría la interrumpió diciéndole que fuera al grano y que no aburriese al agente, que a él no tenían nada que venderle, provocando poco menos que la ira en su esposa. Nico resolvió rápidamente la disputa conyugal. De nuevo demostraba la facilidad con la que se ganaba a las personas que le había llevado unos años antes a triunfar en el mundo de los negocios y que ahora le había permitido conseguir rápidamente un trabajo para el que no tenía ninguna experiencia y comenzarlo a desarrollar de forma meteórica, hasta el punto que después de unos cursos de iniciación y de trabajar unos cuantos días en compañía de otros trabajadores de la empresa le habían otorgado ya un par de trabajos en solitario.

   Les explicó que necesitaba los albaranes y facturas originales, todos sus datos personales y de la empresa, y también toda la información que le pudiesen proporcionar de sus deudores para comenzar con el expediente de tramitación. Les explicó también que no cobraban nada por adelantado y que todo su beneficio sería si lograban conseguir el objetivo, de ahí el tesón y perseverancia con la que trabajaba la empresa. Cuando dijo esas palabras observó una especie de sonrisa tonta y una mirada de satisfacción en la señora Echevarría. Un ratito después se despidió del matrimonio acompañándoles hasta el mismísimo ascensor, no sin antes haber concertado otra cita para dos días después en el que el matrimonio había prometido llevar algunos documentos solicitados y que no portaban en la carpeta que tenían en las manos. Al volver hacia su despacho le pareció ver como una de sus compañeras, con auriculares y micrófono, le guiñaba un ojo mientras conversaba con un cliente al otro lado de la línea telefónica.


continuará...


jueves, 4 de junio de 2015

ENMASCARADO (X). CAP. III: REINICIANDO





I


   El tren llegó como cada mañana con exquisita puntualidad. La pequeña estación de Guadalajara albergaba unas cuantas decenas de personas –trabajadores y estudiantes en su mayoría– que esperaban con ansiedad la llegada del convoy. Cuanto antes montasen antes dejarían de pasar el espantoso frio que hacía dentro de la sala de espera, casi tanto como el que hacía en el andén en aquel todavía oscuro y helador amanecer invernal de la capital alcarreña. Poco a poco se iba acostumbrando a aquella situación. Poco a poco se iba acostumbrando a viajar en transporte público. Atrás había quedado ya el tiempo en que continuamente y de un lado para otro se desplazaba con su elegante y confortable Touareg. Había decidido emprender una nueva vida y por el momento no quería saber de nada que le recordase la anterior. Dejó de residir en su fantástico apartamento de la capital de España para trasladarse a una acogedora casita individual cercana al Parque de la Concordia de la ciudad alcarreña. No había vuelto a subir a su apartamento desde aquél día en que a punto estuvo de quitarse la vida arrojándose al vacío desde el puente del rio Cofio. Entonces recordó que tan solo unos días antes allí había estado con aquella chica que a la postre había sido la gota que colmase el vaso en su ruptura con Itahisa, ¿cómo se llamaba?, Lorena creía recordar. Lloró. Lloró mucho pensando en lo que había estado a punto de hacer. Afortunadamente –pensaba– no había tenido el valor suficiente para hacerlo. Tras varias horas allí cerrado, mirando las paredes, saliendo a la terraza, paseando por aquel espacio diáfano, abriendo y cerrando el frigorífico sin tomar nunca nada de él, encendiendo y apagando el televisor, decidió, tal y como había pensado a lo largo del trayecto de vuelta, que lo mejor era comenzar de cero olvidándose de todo aquello que había conocido. 


[…] But through it all,
When there was doubt
I ate it up and spit it out
I faced it all and I stood tall
And did it my way […] [1]


   Pensó en marcharse lejos. Creyó que Barcelona o Valencia, alguna ciudad grande, podrían estar bien, pero sin saber realmente porqué montó en la estación más cercana del metro y se dejó llevar. Hizo varios trasbordos injustificados y en una de estas montó sin siquiera sacar billete en un tren de cercanías que terminó su recorrido en Guadalajara. Paseó durante varias horas con un andar impasible, en un estado indolente, sin ningún destino en concreto, tropezando en ocasiones con otros viandantes que le miraban extrañados. Cuando empezaba a caer la noche decidió albergarse en un hotel, el primero que encontró, sin tener en cuenta nada más. Pidió que le sirviesen la cena en su habitación y pronto se acostó. Tardó en dormirse. Los dos días siguientes fueron similares, paseos continuos, paseos reflexivos –a veces irreflexivos– paseos que determinaron ¡qué carajo!, que aquella ciudad podía ser perfecta para comenzar de nuevo. No necesitaba una gran capital para nada, ya tenía a poco más de una hora la gran capital por si esta no podía vivir sin él.

   El personal del hotel estaba extrañado con aquél cliente tan raro. Había tenido unos días en los que poco menos que parecía un muerto viviente y de repente se le volvió a ver vital, con un semblante en la cara desconocido hasta entonces para ellos. No había comunicado cuanto tiempo pensaba permanecer alojado en él y durante algún tiempo creyeron que el señor Blanes –como ellos le llamaban– podría ser uno de esos caraduras que de repente se marchaban del hotel sin pasar previamente por caja, por lo cual le tenían más que vigilado cada vez que salía. Nada más lejos de la realidad, pasadas algo más de dos semanas y como quién no quiere la cosa, un día de repente, comunicó que se marchaba pagando en efectivo sin solicitar siquiera factura. Había encontrado la casa perfecta para él en aquel momento de su vida. Nada más sabían de él, ni a qué se dedicaba, ni que hacía cada día cada vez que salía de allí. Nunca recibió visitas y tampoco solicitó el cada vez más inusual servicio de teléfono. Como casi todo el mundo hoy en día disponía de un móvil, un móvil que sonó en más de una ocasión por la recepción del hotel y al que Nico nunca prestó atención para extrañeza de René, el curioso recepcionista de amaneradas formas que hacía los turnos de tarde, y que tratando de ser amable –entre otros adjetivos a utilizar– en una ocasión le dijo sonriendo –te suena el móvil, no lo vas a coger– y ante la negativa de tan serio cliente, respondió –mejor, así puedo escuchar más tiempo el “My way” de Sinatra–. El comentario provocó una tímida sonrisa en Nico y un apasionado suspiro en René. 

   Pasados algo más de dos meses desde su estancia en Guadalajara, Nico consiguió un empleo. No le había resultado nada fácil, tal y como estaba la situación en esos momentos y tal y como se estaba poniendo de fea poco a poco. Lo había leído en un anuncio en el periódico y aunque para él tenía un claro inconveniente, volver a Madrid, necesitaba hacer algo y dejar de pensar en el pasado, aunque tuviera que volver allí, por lo que acabó aceptándolo. No le importaba tanto lo que tenía que hacer, ni siquiera el sueldo. Una cosa tenía clara, aunque resultase más pesado, seguiría viviendo en aquella tranquila ciudad que tanto le había gustado. 

....................

   Siendo fiel a su maniática costumbre montó en el mismo vagón y en el mismo asiento. Al parecer esto no era tan raro, pues casi siempre veía las mismas caras. Frente a él solía sentarse un joven inmigrante de color negro –probablemente subsahariano– siempre muy abrigado. Un currito más de los muchos que a diario viajaban hasta Madrid. En los asientos de enfrente eran tres estudiantes universitarios, dos chicos y una chica, que como casi todos los días se reían con las ocurrencias del más bajito de los chicos. Por delante de estos una bella joven a la que Nico en más de una ocasión había sorprendido mirándole fijamente. En ese sentido –se dijo– nada ha cambiado, aún sigo conservando todo mi atractivo para las mujeres. Algún día le diré algo, pero no por el momento. Sacó de su bandolera el libro que en esos momentos estaba leyendo. Se trataba de “Frank Sinatra, el álbum”, la obra de un para él desconocido autor, Charles Pignone, de la que había tenido conocimiento a través de la revista “Qué leer”. Le llamó la atención el título y la portada del mismo en el que se mostraba el rostro de un ya veterano Sinatra con su inseparable y elegante sombrero, razón suficiente para comprarlo. Era un libro de fotografías y de citas inéditas del propio Frank y de su gente más cercana. Disfrutaba leyendo sobre Sinatra y conociendo nuevos autores. Por un momento pensó cuánto le hubiese gustado ser un escritor de éxito y vivir de lo que para él era una auténtica pasión, los libros. Inmediatamente pensó que no, que no tenía la firmeza y la disciplina necesaria para escribir. Un extraño sonido, más bien un ruido, le interrumpió la lectura. Provenía de los asientos de al lado, donde estaban los jóvenes estudiantes. Uno de ellos, el más callado, el que tenía más cara de bobalicón, no paraba de agitar los dedos a una velocidad endiablada. Entre sus manos tenía un cubo de Rubik. Las pequeñas piezas de color amarillo, rojo, verde, blanco… eran movidas sin aparentemente ningún sentido, pero sentido tenían los movimientos porque en poco más de un minuto comprobó cómo el famoso puzle estaba resuelto. Como quien no quiere la cosa, el chaval lo volvió a deshacer a la misma velocidad con la que anteriormente lo había solucionado y volvió de nuevo a la carga. Poco más de un minuto después, vio como, de nuevo, cada cara del cubo era de un solo color. No pudo por menos de quedarse asombrado la tercera vez en que le vio completarlo, sobre todo porque los últimos movimientos –y no fueron ni uno, ni dos, ni tres– los hizo sin ni siquiera mirar al juguete –como haciendo un brindis al sol, con chulería– tal vez sabiendo que Nico, aunque procuraba disimular haciendo como que leía, le estaba mirando asombrado; no solo eso, sino que estaba controlando el tiempo que tardaba –un minuto y catorce segundos–. Él nunca se había visto capaz de solucionar ese maldito cubo, y lo más cerca que había estado de hacerlo es la vez que intentó despegar las pegatinas de las casillas para volverlas a colocar ordenadas, pero ni siquiera así, se rindió antes. Después de hacer más de una decena de paradas en las que los pasajeros ruidosamente subían y bajaban haciéndole nuevamente perder en más de una ocasión la concentración en la lectura, el tren hizo su llegada a la estación de Atocha, atestada a esas horas como todos los días de gente que iniciaba una nueva y monótona jornada laboral. Tan sólo quedaban un par de paradas para llegar a Nuevos Ministerios. Se dirigió hacia las escaleras mecánicas. Unos pasos por delante de él –como casi todos los días– se hallaba la enigmática chica que no le quitaba ojo desde Guadalajara. En apenas cinco minutos estaría en su oficina.




continuará...


[1] […] Pero al final, ante la duda, tragué mis palabras, también las dije, afronté los hechos y me mantuve intacto, y lo hice todo a mi manera […] “My way”. Frank Sinatra.