Gabriel se echó las manos a la cabeza para cubrir unos ojos que hacían poco tiempo que habían llorado. Adriana, sentada junto a él en una mesa de la cafetería As de Picas, trataba de consolarle y darle ánimos. Habían sido amigos desde la infancia e incluso durante un breve tiempo fueron novios. En realidad, Adriana seguía de alguna manera amándole, sin embargo, sabía que el corazón de Gabriel suspiraba por su amiga Luna, que en esos momentos, aunque consciente, se encontraba en una cama del Hospital Provincial de Toledo. A Luna le habían diagnosticado recientemente un complicado cáncer y todo apuntaba, aunque aún no estaba del todo claro, que podía ser terminal. Tenían que descartar, tal y como les había informado el doctor Claver, viejo oncólogo del hospital que siempre iba hablando por los pasillos de sus partidas de póker, que hubiese metástasis, ya que las pruebas realizadas eran defectuosas y poco concluyentes.
Gabi, como Luna llamaba a su novio, no se olvidó de llevarle, tal y como esta le había pedido, un par de churros de la cafetería al hospital, envueltos en una servilleta que resaltaba el naipe francés. Debía dárselos sin que ninguna enfermera le viese. Se lo habían prohibido.
- ¡Gracias amor, te has acordado!, le dijo Luna, mimosa y sonriente, tratando de quitar hierro al asunto para animar a su chico, al revés de lo que sería normal.
- ¡Cómo iba a olvidarme!
- Mira esto, ¿te acuerdas?. Luna le enseñó un pequeño papel con tres tréboles de cuatro hojas desecados pegados.
Gabriel recordó que habían encontrado esos tres tréboles en el jardín donde hicieron el amor por primera vez y les hizo mucha gracia. Habían pronosticado que era un indicio de la buena suerte que iban a tener a lo largo de sus vidas y ahora, en cambio…
Luna suplicó a Gabriel que se fuera a descansar. Llevaba tres días sin salir del hospital, más allá de algún que otro café. Se le notaba muy cansado y ella le había asegurado que estaría bien y que no se marcharía por la noche, pudiéndola encontrar allí al día siguiente. Gabriel fue remiso al principio, pero acabó aceptando. Luna podía ser la mujer más pesada del mundo si se lo proponía. Caminó hasta la parada del autobús. Le hubiera gustado caminar un poco y tomar el aire, pero vivía tan lejos del hospital, que le era imposible. Esperaba solo la llegada del bus cuando le llamó la atención una carta tirada en el suelo. Se trataba del tres de rombos con unas pequeñas manchas rojizas a las que no prestó especial atención. Lo cogió y se lo guardó sin saber por qué en un bolsillo. Cuando llegó el bus, se sentó al fondo. Apenas iban cinco personas en el mismo, después que en esa parada bajasen varios pasajeros. Le llamó la atención un libro que había en la fila de asientos de al lado. Se lo habría dejado alguien, pensó. Lo cogió. Llevaba por título “Corazón solitario”, sin embargo, lo que más le llamó la atención fue una pegatina en la portada que indicaba que no había sido un descuido. El libro se hallaba allí abandonado a propósito. Gabriel recordó haber leído un artículo sobre el fenómeno del bookcrosing. Decidió llevárselo y comenzarlo a leer, así estaría entretenido en el hospital durante las largas horas de espera que Luna, debido a la sedación, pasaba dormida.
Al día siguiente, Gabriel no olvidó su cita con aquel maldito hospital y con su chica.
- Hola cariño, hoy llegas más tarde, dijo Luna espero que hayas descansado. Ayer te veía muy mal.
- Se supone que los ánimos debiera dártelos yo a ti, le recordó Gabriel. La verdad es que no he dormido mucho. Hubiera preferido estar aquí contigo, pero te pusiste tan bruta. Bueno, al menos me he podido duchar y sabes qué, te he traído una cosa.
- ¡Ah sí!, pues ven túmbate junto a mí y ahora me lo das, pero espera un momento, que van a dar una noticia en la tele. No sé si te has enterado, pero anoche la policía encontró a otra chica asesinada y además muy cerca de aquí, junto a la parada de bus de San Tomé. Es la tercera en lo que va de mes y todo apunta al asesino de la baraja, sin embargo la policía está desconcertada, puesto que no ha encontrado la carta que este suele dejar.
Gabriel se estremeció al oír eso, y no pudo por menos de echar un vistazo al libro que se había encontrado la noche anterior y al naipe que servía de marcador.
- ¿Qué te pasa?, pareces contrariado.
- No, nada. Olvídate de eso. Mira, ábrelo, le dijo Gabriel, según le entregaba una pequeña cajita, ¿Te quieres casar conmigo?
Luna apenas acertó a decir que sí al ver aquél anillo engarzado con un precioso diamante, justo antes de que se abriese repentinamente la puerta de la habitación.
- ¡Traigo una noticia maravillosa!, -dijo el doctor Claver-. Todo ha sido un error. No hay metástasis. Dile que sí, porque te vas a poder casar con él. Esto es mejor que ganar con un foul de ases y treses.
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