III
–Nico, ¿qué planes tienes para este sábado? –le había preguntado, entusiasta como siempre, Arturo por teléfono.
–La verdad es que ninguno, salvo descansar. Llevo algo más de dos semanas tremendas, la mar de moviditas para serte sincero, y creo que lo que más me apetece es no hacer nada, ¿por qué? –respondió Nico.
–Ni hablar. Respuesta incorrecta. ¿A ver dónde está ese aventurero que presume tanto de ser el más intrépido del planeta? He contratado a una empresa para ir junto a unos amigos y amigas a hacer puenting en un sitio que es la hostia, muy cerca de aquí, y había pensado que te podías venir y conocerlos. Después habrá una parrillada. No me puedes decir que no. Además, te vendrá bien desconectar.
–¿Puenting dices?...
Recordaba Nico la conversación como si hubiese sucedido ayer mismo y sin embargo habían pasado ya más de siete años. Por entonces Arturo Montero y él ya tenían algunos proyectos en común, proyectos que con el tiempo se fueron consolidando y ampliando. Buen tipo –pensó–. Aquella mañana llegaron en varios coches a las inmediaciones del puente justo donde ahora había dejado el suyo. Les comenzaron a explicar en qué consistía la actividad. El monitor tuvo que interrumpir un par de veces su charla técnica ante el alboroto que alguno de ellos –producto de los nervios– estaban montando. Les recordó que la actividad era muy segura, pero tenían que estar atentos y seguir a rajatabla sus instrucciones. Silencio primero, risitas después. Parecían niños a pesar de pasar todos de los treinta.
–¿Por qué nos lanzamos desde aquí si hay menos altura que desde el centro? –preguntó Irene, una madura y atractiva abogada morena con la que Nico había congeniado bastante bien durante el trayecto hasta el puente–, ¿A ver si va a haber más cuerda que distancia, eh? –comentó riendo, pero a la vez creyéndose su pregunta.
–Tranquila, este es el lugar para hacer el puenting. Cuarenta metros. Está todo calculado. Desde allí se hacen otras modalidades como por ejemplo el pupuenting, un salto de doble caída, –respondió el monitor–, caída como el puenting, balanceo pendular, subida, y de repente, nueva caída a mucha más profundidad. Una pasada.
–¿Habrá que probarlo también no, Nico? –dijo Arturo, desafiante.
–Vamos a disfrutar primero de esto y ya veremos, –le contestó un tanto inseguro.
–Cuando hayas saltado unas cuantas veces aquí, querrás probar seguro, –dijo el monitor.
Siguió con su explicación: salto pendular, arneses, mosquetones, ochos, cuerdas, pesos, elasticidad, tantos por ciento. Ley de la Gravitación Universal. Newton, Einstein y la madre que los parió. Nueve con ochenta y un metros por segundo al cuadrado, veinticinco metros, poco más de dos segundos y medio de caída. Aceleración de cero a setenta kilómetros por hora. ¡En cristiano, so cabrón! En cristiano, pues en cristiano. El vello de punta, se te sale el corazón, quinientas pulsaciones por segundo, la cara más pálida que Brad Pitt en “Entrevista con el vampiro”, los “güevos” de corbata. ¿Te has enterado, so mamón? ¡Pues ala, a disfrutar!
Sonrió por primera vez después de muchos días sin poder hacerlo, después de muchos días de crispación consigo mismo, con Itahisa, con Emilio Luís, con los Lehman Brothers, los Blues Brothers, los Jonas Brothers y todos los brothers del mundo. Con todo el mundo en realidad. Sonrió recordando cómo había sido su primer salto. Una experiencia indescriptible. ¿Indescriptible? No, claro que no, claro que la podía describir. Divertidísima, fantástica, a la altura de otras de las muchas actividades de riesgo que ya había practicado. Recordó. Se vio con chaleco salvavidas y casco descendiendo en balsa por las aguas blancas del Noguera-Pallaresa, saltando de poza en poza, embutido en un traje de neopreno, por los barrancos de la Sierra de Guara. Sintió como el viento gaditano de Tarifa le revolvía el pelo mientras hacía wind-surf, la emoción de aquel primer salto en paracaídas. Se abrirá, no se abrirá. ¡Espero que se abra! Después vendría la escalada libre, no pudiendo olvidar la que consideraba había sido su experiencia más increíble cuando coronó después de dos días los casi novecientos metros de la pared granítica de “El Capitán” en el Parque Nacional de Yosemite a través de “The Nose” –la vía preferida por la mayoría de los escaladores– haciendo incluso noche en una tienda colgado de la pared. Nunca pudo, sin embargo, intentar hacer un solo integral –escalar sin ningún tipo de sujeción, solamente la conseguida con sus propias manos embadurnadas de magnesio y sus pies de gato–. Mortal de necesidad. Eso quedaba para gente más valiente que él.
–¡Venga Nico, te toca a ti!
La frase vino justo después que Mayte, una rubita pequeña de tamaño pero con unos ojos color verde marihuana –que diría el maestro Sabina– atenazada por los nervios y el miedo, dijera que no, que no podía, que era superior a sus fuerzas subirse a la barandilla. Venga, vamos, si todo es muy seguro, ya has visto a Juanín, a Pedro y a Idoia. ¡Qué he dicho que no, joder!
De nuevo a quitarla los arneses, desenganchar cuerdas, volver a colocar todo en su sitio. ¡Ufss, la hora de la verdad! Ahora da igual todo lo que hayas hecho antes. Mezcla de miedo y deseo. Lo miras todo. ¿Estará bien puesto esto, no? El corazón se acelera, ligero temblor de manos. Miradas. Sonrisas. La adrenalina a tope. ¡Tres, dos, uno, salta! ¡Ahhhhhhhh! ¡Dios, Dioooosssss! ¡yuuujuuu!
–¡Lo hiciste cabronazo, lo hiciste!, –dijo alguien desde lo alto del puente, a quién Nico no pudo reconocer–. Sus endorfinas estaban por las nubes, mucho más altas que él mismo en el movimiento de ascenso. Estaba eufórico. Había saltado al vacío. El terror le invadía por dentro y de repente, las cuerdas volvían a estirarse y le recogían izándolo de nuevo hacia arriba.
–¡Já, ja, ja, esto es la hostia! ¡la hooostiaaaa!
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Caminó hacia el punto exacto donde se hacían los saltos. Nueva mirada hacia abajo. Cruzó la carretera hasta el otro lado del puente. Nueva panorámica. Casi igual, pero distinta. Segundos de reflexión. No, tiene que ser desde donde siempre. Estaba nervioso. Alzó la pierna izquierda para salvar la barrera. Una pierna a cada lado, a caballo. Alzó la pierna derecha y salvó de nuevo la barandilla. Se agarró fuertemente. Tensión en las manos. Los nudillos parecían querer escaparse de ellas. Estaba en el sitio indicado, pero ahora no había cuerdas.
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