II
Dejó atrás San Lorenzo del Escorial. Ya quedaba poco para llegar a Santa María de la Alameda. Seguía confuso. Llevaba casi una hora conduciendo. Apenas se había cruzado con un par de coches o tres y por el retrovisor no veía a nadie cerca. No podía quitarse de la cabeza la conversación que había tenido el día anterior con Itahisa. Había estado desaparecido cuatro días. Cuatro días sin llamarla por teléfono, sin responder a sus llamadas, sin querer saber nada de nadie. Cuatro días aturdido, desquiciado y desconcertado por la situación que se le venía encima. Cuatro días inquieto, vacilante, pensando en lo que iba a hacer, mientras acababa una tras otra con cada botella que caía en sus manos. Daba igual lo que fuera, whisky, ron, ginebra. No entendía como le podía haber sucedido eso. No comprendía como el esfuerzo de tantos años se iba al garete de la noche a la mañana. Habían arriesgado mucho. Habían apostado muy fuerte y esta vez la moneda salió cruz. Decidió llamarla. No le cogió el teléfono ni a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera ni a la cuarta vez, pero sí a la quinta. Itahisa sabía que Nico podía ser el hombre más persistente del mundo y que era preferible aclarar lo que hubiese que aclarar de una vez por todas.
Salieron todos los santos a relucir entre grandes gritos. La madre de Nico, constantemente mencionada, cobró gran protagonismo. A él solo le quedaba aguantar el chaparrón. Necesitaba verla y explicarla lo que había sucedido. Una vez más. Pero no, ella se negaba rotundamente a verle. Había aguantado mucho todo el tiempo que llevaban de relación y ya no estaba dispuesta a hacerlo más. Salieron a escena varios de los devaneos y escarceos que él había tenido. Ni la cuarta parte de los que había habido en realidad. Situaciones del pasado, no solo relacionadas con otras mujeres, juergas, borracheras. Perdono, pero no olvido. Se acabó. Esta vez sí que se acabó. Definitivo…
“[…] I can see it in your eyes,
That you despise
The same old lies
You heard the night before […] [1]
Encontrarse a su ligue en casa completamente desnuda había colmado la paciencia de la odontóloga canaria. Casi tres cuartos de hora de conversación. Ruegos, lágrimas. Itahisa, a través del auricular, debía percibir la voz cansada, tomada por los excesos de los últimos días del que hasta ese momento había sido su pareja. Explicaciones, explicaciones, explicaciones. Se lo dejó muy claro. No quería saber nada más de él. No quería volverle a ver en la vida. Le daban igual sus empresas, su dinero, sus viajes de negocios, los viajes compartidos de placer, su coche, su casa, los momentos dulces vividos, sus problemas, su todo. Para ella había muerto.
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Conocía perfectamente el recorrido. No era la primera vez que lo hacía. No tenía que llegar al pueblo, simplemente seguir sin salirse de la M-505. Tenía ganas de llegar ya, salir del interior del coche y respirar. Sentía que le faltaba el aire. Giró a mano izquierda para dejar el vehículo en el parking –si es que se le podía llamar así a aquella zona asfaltada de cualquier manera–. Estaba vacío –como casi cualquier día entre semana– muy distinto a los sábados y domingos y a los periodos vacacionales en los que se encontraba repleto de vehículos de locos que tenían su misma afición, saltar encordados desde un puente. El bar permanecía cerrado –total, para qué iba a estar abierto si no había clientes.
A pesar de necesitar salir del interior de su Touareg, permaneció unos segundos más con el motor apagado y la cabeza reclinada hacia atrás. Los ojos, cerrados. Al salir, decidió echar un primer vistazo. Siempre había sido su imagen preferida, con los primeros rayos de sol saliendo. Contempló el puente de hormigón de grandes líneas rectas. Siempre le habían gustado más las curvas, salvo para los negocios. La brisa de la mañana hizo que sintiese un poco de frío. La temperatura a esa hora del día a mediados de septiembre no era la ideal para caminar tan ligero de ropa. Caminó desde el aparcamiento despacio, golpeando como un niño –sin saltarse uno solo– cada uno de los barrotes de la barandilla metálica que había a su izquierda hasta llegar a la zona central. Tres minutos en los que seguir pensando en todo lo que había sucedido en los días anteriores. Era la zona de máxima altura. Algo más de sesenta metros de caída –recordaba que le habían comentado en más de una ocasión los monitores con los que se inició en eso del puenting–. Al fondo, el río Cofio. Se detuvo para contemplar su belleza. Escuchó el rumor del agua a pesar de ser uno de los momentos en que llevaba menos, al fin y al cabo se estaba terminando el verano, no obstante le seguía produciendo unas agradables sensaciones. No tardaría en llegar la temporada de lluvias que habría de aumentar notablemente el caudal del mismo, y su belleza, grandiosa ya de por sí gracias a la abundante vegetación de chopos y fresnos y de los pinares de las laderas.
Permaneció quieto, ligeramente inclinado, los codos apoyados en la barandilla y los puños sobre la cabeza, concentrado en un único punto, meditando sobre la decisión que había tomado. Ni siquiera se apercibió de las luces del único vehículo que en todo ese tiempo pasó a su lado. El conductor había reducido la velocidad, pasando muy despacio –casi parando– a su lado. Parecía pensar este loco malpeinado es capaz de tirarse. No creo. Allá él. Que haga lo que quiera. Siguió adelante. Ciertamente el aspecto de Nico no era ni de lejos el habitual en él, siempre vestido de forma impecable, trajes de diseño hechos a medida, pulcros zapatos elaborados artesanalmente con las mejores pieles, corbatas de seda, gemelos, relojes prohibitivos para el común de los mortales que nunca llevaba más de una semana seguida. En cambio, en esta ocasión se mostraba con unos pantalones vaqueros que aún siendo caros no lo parecían por la suciedad que llevaba, camisa de manga corta roja muy arrugada por fuera del pantalón y sobre todo el aspecto de no haberse duchado en los cinco días que había permanecido ajeno al mundo. Ajeno al igual que en ese momento, en que permanecía en su ensimismamiento, recordando los buenos momentos vividos sobre ese puente. En ese momento en cambio, sentía que no había nada ni nadie a su alrededor, solamente un puente que pondría fin a su angustia. Se acordó de Sinatra, con su inquebrantable elegancia, nada que ver con su apariencia actual, cuando decía aquello de…
“[…] Can´t go on,
Everything I have is gone […]” [2]
[1] […] Puedo verlo en tus ojos, que desprecias las mismas viejas mentiras que escuchaste la noche anterior […] “Something stupid”. Frank Sinatra.
[2] […] Ya no puedo seguir, todo lo que tengo se ha ido[…] “Stormy wheather”. Frank Sinatra.
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