jueves, 8 de mayo de 2014

ANDENES PARA EL RECUERDO (III parte y última)



Proviene de:



     Llegamos a la otras veces abarrotada estación de Atocha, sin embargo en esta ocasión debido al horario el ruido y alboroto fue sustituido por un silencio casi absoluto. Pensativo caminaba por uno de los andenes mientras veía como delante de mí lo hacían mis compañeros de viaje, el chico negro llevaba bastante prisa si bien es cierto que antes de bajar del vagón se despidió de mí deseándome suerte esperando también que se solucionase mi problema, pero el problema ya no tenía solución. También vi como el abuelo cogía en brazos al pequeño a pesar de que sus años y su castigada espalda aconsejaban ya no hacer ningún tipo de esfuerzo, mientras su señora caminaba algo más adelantada. Decidí tomar un café en una de las cafeterías de la estación puesto que todavía quedaba casi una hora para tomar el siguiente tren, no sin antes comprobar como siempre me había gustado hacer desde donde salía el convoy.


     No sé como lo voy a poder hacer, comentó cuando la dije que tenía que decírselo a Adrián inmediatamente. ¿Por qué tengo que hacerle sufrir a él lo que Dios ha querido que padezca yo? me contestó. Me enfadó mucho esa contestación, no entendía como podía ser en ocasiones tan suya, así es que le agarré fuertemente las manos y se lo volví a repetir aunque con un tono bien distinto. Tienes que decírselo a Adrián, porque él es sin duda quién más te va a poder ayudar en estos momentos. No me equivocaba, si bien decirlo es un poco absurdo puesto que no tenía ninguna duda acerca de mi cuñado. Cuando se lo dijo yo estaba delante de ellos como ella me había pedido. Necesitaba de mi seguridad como tantas veces yo había necesitado de su hasta entonces fortaleza. Aunque vagamente, todavía puedo recordar la cara de incredulidad de Adrián cuando Jimena dijo aquellas palabras, sin embargo lo que nunca podré olvidar es aquel tartamudeo causado por la impresión tantos años después de haberlo dejado de oír. Durante los siguientes meses Jimena estuvo más triste que nunca y es que una sensación de frustración y abandono se apoderó de ella. No era la misma y eso se notaba en su casa, donde el silencio comenzó a reinar de forma absolutista a pesar de que Pablo, quién sólo sabía que su mamá estaba malita, hacía todo lo posible por derrotar a ese caudillo. La negación y ocultación de la enfermedad que padecía no terminó con Adrián y Pablo sino que todos sus vecinos y amigos fueron desconocedores de la misma durante largo tiempo. Existía en Jimena un sentimiento de culpabilidad, sentimiento por otra parte injustificado, diría más, ridículo. Fueron varias las noches en las que despertaba alterada y durante algunos instantes, en esos momentos de máxima turbación, pensaba que todo era una ilusión, confundía sueño y realidad, no tardando, sin embargo, en darse cuenta en cual de los dos momentos se encontraba. En ocasiones le oí decir que si sería un castigo de Dios, y llorando se preguntaba cuál era la razón y porque le había tocado a ella. Estaba en cierto modo perdiendo la fe que siempre había tenido, aunque esto sólo fue hasta uno de los dos viajes que hizo a nuestra tierra. En un par de ocasiones volvió a Salamanca y a Peñaranda, el pueblo donde nacimos y desde el que nos trasladamos hasta la capital. Necesitaba despedirse como decía ella de todos aquellos edificios y calles, y también aunque sin decírselo de alguna de sus gentes. Recuerdo el día en que fuimos a Peñaranda. Lo primero que quiso hacer fue ver la vieja casa que los abuelos de mamá tuvieron en la calle Ricardo Soriano, la calle empedrada que se llamaba antes, cuando el resto o al menos la mayoría no eran más que caminos de tierra. Aquella vetusta casa de dos plantas ya no pertenecía a la familia puesto que años antes, al marcharnos a la ciudad, como decía papá, la pusimos en venta. No se la vendimos a cualquiera, puesto que a pesar de que necesitábamos el dinero la teníamos mucho cariño así es que primero nuestros padres se aseguraron de vendérsela a unos amigos de la familia, buena gente en definitiva. La tía Julia, como la llamábamos nosotros seguía viviendo en ella y se alegró mucho cuando nos vio delante de la puerta. Por fuera la casa no parecía la misma, había sido reformada considerablemente, y por dentro nos encontramos con más de lo mismo, si bien la distribución seguía siendo igual, sin embargo, a pesar de esto, Jimena decía sentir los mismos olores y sensaciones, supongo que se trataba exclusivamente de melancolía. Otra de las visitas que nos fue imprescindible hacer fue la de la casa de Don Joaquín, el viejo cura ya jubilado. Pasamos una buena tarde recordando viejas historias, Jimena más que yo, puesto que yo apenas llegué a vivir unos meses en el pueblo aunque sí que conocía al narizotas del cura y también a la tía Julia y sus hijos. A raíz de esta visita, en los meses posteriores vi un cambio sorprendente en la aptitud de Jimena. Las palabras de Don Joaquín cuando Jimena le contó lo que estaba sucediendo parecían haber sido un bálsamo para su enfermedad, al menos para la psicológica puesto que el cáncer, ya en pleno proceso metastásico, seguía su curso inexorable. A partir de entonces Jimena intentó volver a ser como había sido siempre antes, fuerte y segura y procurando hacer feliz a todos los que se encontraban a su alrededor. Por supuesto que tenía recaídas y que lo pasaba mal, pero ya no era lo de antes. Además, cuando esto sucedía acudía más que nunca a la Iglesia. Don Joaquín le había recomendado que se encomendara al Todopoderoso, y así estoy seguro que lo hizo, pero lo estoy mucho más de que la mayoría de las oraciones y peticiones no eran por ella sino por los que iba a dejar en este mundo.


     Los recuerdos me hicieron perder un poco la noción del tiempo y apenas me di cuenta que los minutos de espera para abordar el último tren prácticamente habían pasado por lo que cogí el abrigo y la bolsa marrón de cuero que había dejado en la silla de enfrente, pagué el café y de nuevo me vi andando por los andenes de Atocha buscando el AVE que me llevase hasta Sevilla. Al sentarme junto a la ventana en el asiento número treinta y ocho del segundo vagón seguí pensando en Don Joaquín y los rezos de Jimena. Me acordé entonces de los muchos que tuvo que hacer cuando yo era crío, y es que no se puede decir precisamente que yo hubiese sido una joya, todo lo contrario, le proporcioné mil y un disgustos, ya sabéis, los típicos de todos los críos, algunas peleas, en las que unas veces yo salía ganador, la mayoría, y otras no tanto; también con los estudios, ya que era un poco gandul, y es que me gustaba mucho más jugar al fútbol con los chavales de mi barrio en el parque que coger los libros. Me acuerdo de una de esas veces que digo que tuvo que rezar unas cuantas veces por mí, nunca lo podré olvidar por como se volcó conmigo. Había estado precisamente una tarde jugando uno de esos partidos, yo jugaba de portero, no es que lo hiciera muy bien, pero me defendía, sin embargo en esa ocasión hice una parada que nunca olvidaré y no precisamente por lo buena o bonita que fuese, sino por las consecuencias posteriores que trajo, y no hablo precisamente de que gracias a ella ganásemos un campeonato o algo así parecido. La verdad es que yo no vi el balón y este me golpeó fuertemente en la cabeza, los compañeros me felicitaban pero yo me sentía un poco aturdido. Me recuperé bastante rápido y no le di más importancia, sin embargo al cabo de unos días comencé a sufrir varios desmayos injustificados. Jimena empezó a preocuparse de una manera como no lo había llegado a hacer nunca, como sólo se preocupó en los primeros momentos de su enfermedad años después. Las consultas al médico de cabecera y especialistas fueron la constante y también las pruebas que estos hacían, escáneres y otras pruebas, nada que ver con las pruebas que hoy te pudiesen hacer pero sí utilizando los métodos más avanzados que podían estar a nuestro alcance. Los médicos no encontraron nunca nada extraño y no le dieron más importancia de la que en realidad tenía, algo que no ocurría en el caso de Jimena. No hay que decir que todo se solucionó y al cabo de cierto tiempo y tras unos cuantos sustos y disgustos los desmayos injustificados dejaron de repetirse, es más, nunca más he vuelto a sufrir un solo mareo. Creo que jamás podré agradecer todo lo que ella hizo durante ese breve período de tiempo.


     Fuertes dolores óseos así como una importante pérdida de peso y también de apetito eran algunos de los indicadores de que el cáncer iba acabando poco a poco con Jimena. El doctor Giner le comunicó que se estaba produciendo metástasis, algo que por otra parte sabía que era muy probable que se produjese cuando le diagnosticó la enfermedad. Todos nos habíamos informado en el departamento de oncología y nos habían dado ciertos datos estadísticos nada esperanzadores. El cáncer era la segunda causa de muerte en casi todas las edades de la vida y la primera en la de las mujeres españolas entre 30 y 65 años. El cáncer de mama era el que porcentualmente causaba más muertes en la mujer y un caso tan agresivo como el que se había dado en mi hermana tenía un porcentaje de supervivencia muy bajo a partir de los primeros cinco años de la enfermedad, por no hablar de cuando se produce la maldita metástasis la cual implicaba el no poder utilizar ya tratamientos de quimioterapia normales. Jimena no había conseguido mejorar apenas con los primeros tratamientos farmacológicos y con los procesos de quimioterapia y radioterapia convencionales por lo que finalmente se tuvo que recurrir a los tratamientos de quimio más intensivos, que tampoco pudieron conseguir lo que todos nosotros queríamos, la curación de Jimena.


     Los recuerdos siguieron durante todo el viaje tanto en tren como en el taxi y mucho más durante el tiempo que Adrián, Carolina, Nuria y yo velamos su cadáver en aquel triste tanatorio. No creo que deba comentar los momentos que pasamos todos aquellos que la queríamos y nos juntamos allí para despedirnos de Jimena y mucho menos aún como fue mi encuentro con mis otras dos hermanas y mi cuñado o como me quedé al ver a Pablito, tan fuerte como había sido durante casi toda su vida su madre. Sin embargo no puedo dejar de contar como fue el encuentro con Claudia, quien durante nuestra relación se había convertido en mejor amiga de Jimena. Cuando la vi entrar en el tanatorio quedé un poco desconcertado, miré a Adrián quién rápidamente se apercibió que mi mirada era interrogatoria soltando un Jimena apenas audible. Claudia recelosa seguro de toda nuestra historia se tragó todo su orgullo y acudió a la despedida de su amiga y no sólo se tragó su orgullo al acudir al entierro de Jimena sino que fue la que dio el primer paso para nuestro encuentro a pesar de que era yo el que seguro más gana tenía de los dos. Se repitió un abrazo casi tan sincero como el que en aquella vieja cafetería del centro de Cádiz nos dimos Jimena y yo, acompañado en esta ocasión de numerosas lágrimas, pero este no fue el último y los demás no fueron acompañados precisamente por lágrimas. Claudia y yo hablamos en los días posteriores y también por teléfono desde nuestras diferentes ciudades. Jimena había conseguido que se produjese de nuevo el encuentro y nosotros nos encargamos de cumplir con el mayor de sus deseos, que estuviésemos juntos de nuevo aunque ella no lo pudiese ver. 

     No sólo no se lo podré perdonar sino que se lo agradeceré eternamente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario