I
Le dejó un espacio de tiempo de dos días para ver si reflexionaba y le llamaba por teléfono, pero al ver que la llamada no se producía, decidió una vez más convertirse en Jim Carrey en su papel de Stanley Ipkiss con la cara verde.
Febrero había comenzado con un tiempo más que agradable, que estaba dando una tregua al frío y lluvioso mes de enero, por lo que permanecer en la calle era bastante más llevadero. A las diez y cuarto de la mañana en punto, Nico apareció en la puerta del despacho de Fernando Rejón y de forma osada decidió volver a intentar hablar con el abogado listillo. Por supuesto, no lo consiguió. Nada más de entrar en la sala la secretaria se levantó y le invitó a marcharse. El pequeño alboroto creado hizo que de la puerta de enfrente de Rejón saliese una madura y atractiva mujer. Tendría aproximadamente cuarenta años y vestía con una indumentaria muy propia de una abogada, un traje pantalón negro muy elegante. A pesar de que habían pasado muchos años sin verse, Nico tardó apenas unos segundos en reconocerla. Era Rocío, la mejor amiga de juventud de su hermana, la chica con la que se había ido a la cama por primera vez.
Rocío, evidentemente no le reconoció vestido de esa guasa y se unió al esfuerzo de Beatriz, la secretaria, para que abandonara el despacho. Nico –perturbado por la aparición de aquella mujer que le había marcado tanto cuando era un adolescente– no opuso resistencia y no dijo ni una palabra más. Salió a la calle y allí se quedó, junto a la puerta de entrada, vestido con su traje amarillo, su sombrero de igual color rematado con esa singular pluma, la cara pintada de verde esmeralda y unos labios bien rojos. En el maletín de mano se leía perfectamente el rótulo “La Máscara. Cobro de morosos”. Cinco minutos después, Rocío apareció en la puerta con una cámara de fotos. La amenaza de denuncia de Rejón parecía que iba en serio. Al cuarto de hora, una pareja de policías de proximidad apareció delante del despacho de abogados. No sirvió de nada que Nico les explicase que estaba trabajando. Los agentes le invitaron a marcharse si no quería ir detenido a la comisaría. A regañadientes tuvo que aceptar.
II
No había vuelta atrás. Estaba decidido. Tenía que hacer algo porque la incertidumbre de los avances de Lucas le estaba matando por dentro. Saber que había descubierto quienes habían sido su abogado y gestor y uno de sus principales socios comenzaba a desestabilizarle. Sí, es verdad que Emilio Luís le había prometido que podría contar con él en todo momento y aunque quería creerlo, le quedaba una pequeña incertidumbre por dentro. Peor era lo de Arturo. No se había podido poner en contacto con él y eso aumentaba el riesgo de ser descubierto en proporciones inimaginables.
Le comenzaría a seguir, pero para ello requería de un vehículo y era más que evidente que no podría hacerlo con el coche amarillo de empresa. Pensó en la posibilidad de alquilar uno, pero cuantos menos registros y trámites burocráticos mejor. Volvería a por su Touareg, aunque eso le supusiera regresar a la casa de la que salió ya hacía unos cuantos meses, el loft en el que había compartido miles de emociones con Itahisa.
Mientras conducía el llamativo New Beetle valoró que si eso salía mal sería motivo de despido. Dejar un tanto aparcado el caso de Fernando Rejón para ponerse a seguir a su compañero de trabajo no le gustaría nada a Don Anselmo.
–¡Qué coño, peor sería que el cabrón de Lucas me acabe descubriendo! –se dijo a sí mismo para autoconvencerse de que era imprescindible–. Acuérdate de Sinatra, Nico, siempre a tu manera.
Dejó aparcado el utilitario de empresa en una calle perpendicular a la que se encontraba su casa –a unos doscientos metros de la misma, pero del otro lado de las vías del tren–. Tenía que tratar de ser lo más cuidadoso posible por lo que descartó guardar un coche tan llamativo en el interior del parking del edificio y que se le pudiera relacionar con él. Habría preferido no subir a su casa, pero el día que había salido precipitadamente y sin mucho sentido de ella tan solo llevaba las llaves del apartamento por lo que si quería utilizar su coche no le quedaba más remedio que ir a por las llaves.
Al cerrar la puerta, no pudo por menos de apoyarse en ella, cerrar los ojos y suspirar. Nadie puede entender que entrar en su propia casa pueda ser tan duro, pueda causar tantas emociones en un segundo, aparte de que hacerlo casi como un ladrón, tratando de que no te vea nadie no puede por menos de hacerte subir la tensión. Olía a cerrado, pero comprobó que todo estaba tal y como lo recordaba, si no fuera por la pátina de polvo que se veía sobre los muebles.
–Estoy tratando de proteger una vida y unos bienes que no puedo ni vivir ni disfrutar –se dijo a sí mismo mientras se dejaba caer en el sofá–, ¿merece la pena?, ¿te merece la pena, Nico?
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